viernes, 26 de agosto de 2011

No graff, no life

|La muerte absurda y triste –¿cuándo no lo es?– de un adolescente que pintaba signos bajo un puente, puso en primer plano el mundo de los grafiteros en Bogotá.

Ha quedado la sensación de que a este muchacho le quitaron la vida por estar armado con un spray o que el hecho de pintar letreros con atomizador o con rotulador sea una actividad criminal y eso debe ser aclarado para que se haga  justicia.

No han sido ajenos nuestra ciudad ni nuestro país a la expresión visual que comprende el término grafiti, o sea, pintar en los muros y otras superficies.  Pero existen divergencias entre quienes lo ven como arte callejero, medio de comunicación o cultura urbana, y otros –incluyendo algunos policías– como vandalismo o actividad subversiva.

Grafiti –así se escribe en castellano–  es palabra plural tomada del italiano graffiti,  que significa pintada, generalmente sobre mobiliario urbano. La RAE habla también de grafito (plural grafitos) y conviene precisar que pese al uso extendido, graffiti en italiano es voz plural de singular graffito.

Arte, movimiento juvenil urbano, estilo de vida y forma de comunicación, son algunos de los sinónimos de esta actividad, cuyos militantes tienen detractores y defensores.



Los viejos educadores, aquellos que decían que la letra con sangre entra, también inculcaban a los alumnos que la pared y la muralla son el papel de la canalla. Los contestatarios lo matizaron diciendo “papel del que no calla”.

El semiólogo Armando Silva afirma que el arte y el grafiti son expresiones del hombre contra los mecanismos de represión.

Las pintadas datan prácticamente de la aparición del ser humano. Recuérdese que en las cavernas y en las catacumbas se hallaron interesantes inscripciones.

El término de origen italiano se puso de moda en los años 70, que fue cuando los letreros como expresión urbana se popularizaron de la mano del hip-hop.

Hay quienes lo dividen en grafiti público y grafiti privado.

Se crearon diversos estilos, como las letras en forma de burbuja o las que semejan arabescos o terminan en flechas, y hay actitudes, formas y técnicas, como el tag (la simple firma o sello personal), el esténcil y diversas plantillas que permiten instalar rápidamente el mensaje y el tiempo que el artista está expuesto a ser detectado.

Otro estilo es el trhow up, que traducen como vomitar pintura o figuras. La pichação (pichación, arte de pichar) es una forma de grafiti aparecida en São Paulo en los años 80 y que aún se ve en las partes altas de los edificios de esa y muchas otras ciudades brasileñas.

¿Quién no ha escrito en el baño? “El futuro del país está en sus manos”, decía frente a un orinal universitario.

Al principio las grafitis se hacían con aerosoles comunes, pero en los años 90 aparecieron en España sprays especiales. Con el tiempo, las autoridades de algunas partes facilitaron espacios para hacer letreros y figuras, y las gentes inmersas en el mundo del grafiti organizan festivales.

En nuestro medio, todo nos llega tarde, como en el poema de Julio Flórez,  y una década después del 2000, sitios de nuestras ciudades comienzan a llenarse de grafitis, en unos casos ingeniosos y elaborados, y en otros repetitivos y dañinos de la propiedad privada.

No nos referimos a los letreros políticos o de protesta social, que llevan varias décadas, como los eternamente izquierdistas de la entrada principal o de la plaza principal de la Universidad Nacional en Bogotá. Ni tampoco aquel que dio origen en Argentina al grupo Vilma Palma e Vampiros. Ni tampoco al simple hecho de pintoretear.

Hablamos de esos dibujos de colores que cubren enormes paredes con letras y figuras, casi siempre en zonas marginales o casi marginales.

Lo cierto es que estos grafitis a menudo dañan la estética o la propiedad privada. O para decirlo más claramente, a los grafiteros a veces se les va la mano y se creen con derecho a invadir visualmente tramos de nuestras ciudades.
En esto Nueva York lograron un equilibrio entre la prohibición y la permisividad. En la Gran Manzana la pintura contra vagones del metro y culatas de edificios de Brooklyn y del Bronx adquirió en los 80 y 90 niveles de pesadilla. Y hubo una unidad especializada contra los grafitis, además de sanciones contra los que usaban el atomizador como arma.

En Bogotá hacer grafitis no es delito, sino contravención del Código de Policía. No se puede detener a una persona por hacerlo, pero sí la pueden obligar a borrarlo o a pagar una multa a favor de los afectados.

Quizá se crea en la capital colombiana que las medidas represivas sean exclusivas de la ciudad. Pero en las grandes ciudades de EEUU y en algunos países europeos pintar grafitis sin autorización conlleva cuantiosas multas, además de la limpieza de lo pintado. Ello aunque existan allí sitios y hasta estímulos para hacer este tipo de manifestaciones.

En esto, como en todo, un poco de orden ayudaría por igual a los artistas del spray, a los propietarios y a los puentes, viaductos, caños, barandas, edificios y locales, que generalmente se ven mejor sin pintura.

No tiene nada malo dar color a una tapia o un túnel, pero nadie podría discutir que “vomitar” un spray sobre una casa colonial o las paredes de la Catedral, el Capitolio o el Palacio de Justicia es una afrenta contra el patrimonio. Y no creemos que al dueño de un inmueble le guste que le “decoren” algo que obtuvo con tanto esfuerzo.

Los que cultivan este arte tienen derecho a expresarse y a comunicarse en esa forma. Pero esa libertad choca con las de quienes, a nombre de la autoridad del Estado, consideran que tienen la obligación de imponer el orden. Aunque a veces cometan desafueros y excedan esa misión contra quienes actúan, piensan o lucen diferente. O los que tienen esta condición de vida, como reza un grafiti varias veces estampado en paredes de Bogotá, cuyas palabras titulan este escrito.

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