lunes, 5 de diciembre de 2011

80 años de conjuntos cerrados




Conjunto ubicado en la calle 78 con carrera 11

Los problemas de seguridad de las grandes ciudades en el siglo pasado, incluidas las colombianas, llevaron a los habitantes a refugiarse en unidades de viviendas aisladas, condominios o en los llamados conjuntos cerrados. Esta última es una noción diferente a la homónima de conjunto cerrado, de la que se ocupa la ciencia matemática de la topología.

El conjunto residencial suele ser una agrupación de viviendas iguales, aprobada por las autoridades como un proyecto único bajo el concepto de propiedad horizontal o reglamento común, que comparten vías de acceso, zonas verdes, servicios e instalaciones comunales, sistemas de seguridad y normas administrativas.

Otro grupo, esta vez en la 78 con 10

Los estudiosos del tema sitúan el origen de estos conjuntos habitacionales en el new town británico y la gated community, ciudadela cerrada o privada, que puede tener vías interiores de uso exclusivo, está encerrada por paredes y rejas, y tiene una única entrada controlada por personal de seguridad.

Entre nosotros, el término conjunto cerrado se usa para designar un grupo simple de varias casas iguales o en serie, generalmente agrupadas para garantizar la seguridad.

Y al hablar de conjuntos cerrados nos referimos a grupos de casas –lo cual excluye a los apartamentos y a los conjuntos de apartamentos, que los hay– agrupadas bajo un mismo nombre, bajo un régimen de copropiedad.

En Bogotá y otras ciudades colombianas abundan hoy en día los conjuntos cerrados, pero sorprende encontrar que estos grupos de casas no son algo nuevo en la historia de la ciudad. De hecho existieron desde principios del siglo pasado, como lo atestiguan valiosos ejemplos sobrevivientes.

En España y Argentina, por ejemplo, algunos conjuntos de casas en serie como los de las ciudades colombianas se denominan casas adosadas.

No nos detendremos por eso en Cité Restrepo o Ciudad Restrepo, obra de Gabriel Serrano, que según las fotografías de la época –aún no habíamos nacido muchos– fue un espléndido conjunto de oficios con una única entrada, que cedió pocos años después al paso de la carrera Décima.

Nadie que aprecie las fotografías podría creer hoy que esas construcciones de óptimo diseño y factura estuvieran donde hoy pasan decenas de autobuses viejos y contaminantes y a cuyas espaldas se encuentran depósitos de basura y lupanares de la más baja categoría.

Sin embargo, es bueno subrayar que si algo caracterizaba a esos conjuntos de casas es que no tenían restricciones de entrada. las rejas son algo añadido recientemente, en la medida en que la inseguridad -especialmente la de los automóviles estacionados- se volvió un dolor de cabeza. Así era el grupo de casas inglesas cuya imagen encabeza esta crónica. Y esas verjas le restan belleza a los conjuntos, además de que privan a los ciudadanos de apreciar la calidad de las viviendas. 

Y al hablar de conjuntos no necesariamente se trata de los de estrato económico alto, pues hay agrupaciones de viviendas populares que encajan dentro del término de conjunto cerrado, así en la práctica se asemejen a los llamados inquilinatos. Porque estos conjuntos siempre fueron sinónimo de viviendas más pequeñas y de menor costos que las casas individuales.


Hay muchos ejemplos y no se trata de ser exhaustivos, pero merecen especial atención ejemplos como los de este conjunto de casas que va camino a la ruina en el lugar más antiguo de Bogotá, a pocos metros de la calle del Palomar del Príncipe y la plaza del Chorro de Quevedo. No sabemos si estas casas esperan que alguien se apiade de ellas para rehabilitarlas. Podrían servir para una magnífica zona de restaurantes o galerías de arte.


Pasaje Michonik (1914)


Se trata del pasaje Michonik, construido en 1914, y que se considera como la primera obra en la ciudad que tuvo régimen de copropiedad, de acuerdo con un excelente proyecto de restauración  realizado por estudiantes de la Facultad de Arquitectura de la Universidad La Gran Colombia. (1)

Incluso el Palacio Echeverri, cuatro casas agrupadas para una misma familia, diseñadas por Gaston Lelarge y construidas en 1904 en predios del antiguo solar del convento de las Clarisas, en lo que hoy son la carrera 8a y la calle 8a., encajaría dentro de esta definición.

Conjunto en La Alameda,
desfigurado y en peligro

En la que fuera Alameda Vieja  o carrera 13, con calle 24, se construyeron en los años 20 o 30 unas casas que constituyeron un conjunto y de las cuales quedan vestigios burdamente modificados para usos varios, desde cafeterías hasta moteles. En los primeros años estas casas estuvieron situadas muy cerca del desaparecido Parque del Centenario o de San Diego, pertenecieron a bogotanos prestantes. Incluso se dice que allí residió el eminente intelectual y diplomático Luis López de Mesa.

En la calle 14 con carrera 3a. se encuentra en
 buen estado este conjunto de los años 30 


Según alguna edición de la revista Escala, se trata de una obra de Herrera Carrizosa Hermanos y estuvo constituida por varios subconjuntos, uno en relativo buen estado que da para la 13 y otro desfigurado y hoy convertido en moteles sobre la carrera 12.m Por la 24 las casas se conservan, pero están dedicadas a oficios inferiores, como cafeterías. Lástima que no se restaurara lo que queda.


Sin embargo es más llamativo el caso del Pasaje Gómez, un grupo de viviendas que lucha por sobrevivir en medio de un sector deprimido del centro bogotano, el barrio La Favorita, cerca de la Estación de la Sabana.

Este conjunto fue construido a finales de los años 30 por encargo del empresario santandereano Eugenio Gómez, con una casa para cada uno de sus ocho hijos. Gómez era el dueño de la fábrica de harinas El Lobo, cuya hermosa sede, en meritorio estado de conservación para ser esa zona, queda frente al conjunto de casas.


En Teusaquillo hay también excelentes exponentes de estas agrupaciones, muchos de ellos en buen estado, con casas de amplias áreas y calidad en el diseño.  Hay otro grupo de casas que aunque tienen acceso al público, constituyen un conjunto.




Casanovas y Manheim, firma de arquitectos creada por los chilenos Julio Casanovas y Raúl Mannheim dejó su impronta en Teusaquillo, donde además de formidables casas individuales, con continuidad de estilos y sectores, edificó varios de los que podemos considerar conjuntos cerrados.





Conjuntos de Casanovas y Mannheim en Teusaquillo

También el arquitecto José María Montoya Valenzuela, constructor muy activo en las décadas de los 30 y 40, dejó magnificas viviendas en Teusaquillo, Palermo y otras zonas capitalinas, como el barrio La Magdalena.

A esa obra intensa pertenecen cuatro casas situadas en la calle 39 con carrera 15, en el parque originalmente llamado Santos Chocano, más tarde conocido como Mamatoco porque allí fue ultimado el púgil costeño apodado así.



 
Bajo el título de “Cinco pequeñas residencias”, la Revista Proa presentaba en mayo de 1950  el “simpático y grupo de pequeñas residencias”, diseñadas por el arquitecto Manuel de Vengoechea.

Añadía que este proyecto respondía “a la escasez de alojamientos para gentes jóvenes. En el interior de estas casas se destacaban murales de inspiración picassiana, obra del profesor José de Recasens, socio de Vengoechea, que dicho sea de paso llevaba un mes de alcalde de la capital el 9 de abril de 1948 y fue de los impulsores de la revista Proa.

En la calle 76 antes de llegar a la carrera 15 sobrevive este preciosos conjunto de casas, de las cuales desconocemos más detalles. De lejos parecen extraídas de un barrio londinense y tienen algo del estilo de Gabriel Serrano.

 

Las casas para los tamaños de hoy en día no se ven tan pequeñas. Afortunadamente están a salvo, bajo las normas de conservación urbana, y desafortunadamente a merced de vagos y maleantes.


Años más tarde, en los 60 y 70,  pese a la moda de grandes casas de estilo norteamericano, vinieron más conjuntos de casas, de los cuales es muy representativo el construido en el sector de El Nogal por la firma Camacho y Guerrero, de los arquitectos Jaime Camacho Fajardo y Julián Guerrero.  


Este grupo de casas escalonadas sobre el desnivel del terreno, construido en 1965, se mantiene en buenas condiciones y su figura apareció numerosas ocasiones hace ocho años, cuando se produjo el atentado al Club El Nogal, con el que comparte linderos. Por cierto, este conjunto recostado sobre la falda del cerro, es similar al que se construyó por la misma época en el barrio El Poblado, de Medellín. Casualmente éste último lleva el nombre de Santa María de los Ángeles y es obra de Rodrigo Arboleda Halaby y Laureano Forero.

 
Más al norte, en lo que fuera el pueblo de Usaquén, la firma de los arquitectos Jorge Rueda  y Carlos  Morales hizo en 1976 un bellísimo conjunto dentro de la finca Santa Teresa, respetando los árboles, antes de que ese sector se convirtiera en una especie de zona rosa y de que en la hacienda Santa Bárbara, situada a pocos metros,  la firma Obregón Bueno diseñara el centro comercial del mismo nombre.




Barrios como La Carolina y La Calleja, en el norte de Bogotá, se han destacado por la calidad y diseño de sus conjuntos cerrados de variados estilos.


También en Bogotá, en Santa Bárbara Central, a finales de la década de los 70 se construyó en varios sitios esta receta de cuatro o más casas del bogotanamente llamado estilo californiano que encontramos en varias calles cercanas a Unicentro. 

En los 80 y 90 se construyeron numerosos conjuntos cerrados en sitios de clase media de la capital, no todos valiosos ni tampoco desdeñables, antes de que estos grupos de casas salieran de la ciudad y se fueran a los alrededores. Ello sin hablar de los construidos en pueblos cercanos con fines turísticos.

Así hoy en día hay una gran variedad de ellos en zonas de la Sabana adyacentes a la capital como Chía, Cajicá y La Calera, de estratos socioeconómicos diferentes.

Esos conjuntos cerrados se conservan como testimonio de tiempos y épocas, y es deber de autoridades, propietarios y vigilantes del patrimonio protegerlos.

Notas







Vista actual de conjuntos de casas de Teusaquillo y El Retiro en buen
estado y en algunos casos con cambios a destinos comerciales














jueves, 17 de noviembre de 2011

Embajadas de Estados Unidos en Colombia

La sede diplomática de Estados Unidos usualmente es un referente en las capitales del mundo. Por lo general está ubicada en un sitio importante de la ciudad y las instalaciones físicas también lo son. Además, la seguridad que las rodea despierta interés y crea un halo de misterio. Edificios envueltos en rejas y muros altos, alambradas, vidrios blindados, sistemas de bloqueo de señales y barreras hidráulicas para evitar el paso y hasta el ataque de vehículos no autorizados.

Bogotá no ha sido la excepción. La actual sede de la Embajada Americana es uno de los edificios mejor custodiados de la ciudad. El conocimiento del público normalmente no pasa de las áreas de esa edificación visibles cuando se visita para obtener o renovar la visa de turismo.

Este edificio fue inaugurado en 1997, cuando la sede diplomática y consular dejó las que fueron sus instalaciones por más de dos décadas, ubicadas en el sector del Parque Nacional, en la manzana comprendida entre las calles 36 y 37 y las carreras 8ª y 13. En ese año el edificio de paredes de hormigón pasó a ser la sede del Ministerio del Medio Ambiente.

Y ya en varias ocasiones, entre ellas 2008 y 2011, el edificio de arquitectura típica oficial de Norteamérica, que semeja una prisión federal, ha sido objeto de obras de remodelación y ampliación.

La construcción ocupa el lugar de la zona bogotana de Puente Aranda en la que entre las décadas de 1950 y 70 funcionó la antigua Bomba Oficial, una estación de servicio de vehículos oficiales de todas las categorías que dependía en un tiempo de un ente conocido como Instituto Nacional de Provisiones (Inalpro), que terminó convertida en cementerio de carros, buses y camiones viejos, incluyendo Mercedes oficiales estrellados y oxidados.

Antes de construir su bunker actual, la Embajada, antiguamente llamada legación, tuvo varias sedes. No existe mucha documentación sobre el particular y menos de los años recientes, seguramente por razones de seguridad. Por ello, para tratar el tema hay que acudir casi que a la tradición oral.

La primera sede de Estados Unidos en Bogotá de la que se tenga memoria, principalmente literaria, es la que en 1891 estaba situada en la carrera Séptima entre calles 13 y 14, costado occidental, donde años más tarde fue el primer almacén Ley de la capital y donde hoy en día hay varios edificios en los que funcionan despachos de la Policía, juzgados y oficinas de abogados.

Durante los primeros años del siglo XX, esa legación estaba en la carrera Séptima con 23, en una casa como balcón que al parecer aún existe.

En la década de 1940 la Embajada ocupaba oficinas en el Edificio José Joaquín Vargas, que hace parte del llamado complejo Virrey Solís, una copia a escala nuestra de edificios neoyorquinos, que fue propiedad del millonario dueño de las tierras de El Salitre, con cuya fortuna se creó la Beneficencia de Cundinamarca. Estos edificios, que son bienes de interés cultural, fueron construidos por la firma Uribe y García Álvarez

El 9 de abril de 1948, cuando ocurrió el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la destrucción de una parte importante del centro bogotano, la Embajada estaba en ese edificio de la carrera 9 entre calles 11 y 12. La entonces primera dama –dama de pantalones–, Bertha Hernández de Ospina, ordenó que uno de sus hijos fuera llevado a la oficina del embajador. En caso necesario, el hijo debía ser trasladado a Estados Unidos para ponerlo a salvo y para que hiciera compañía a sus hermanos.
 

Para la década de 1950, cuando se abría la carrera Décima y se construían a lado y lado de la moderna vía edificios de oficinas de alturas hasta entonces no conocidas, la Embajada Americana funcionaba en el edificio de Seguros Bolívar, obra de Cuéllar Serrano Gómez, compañía autora de una parte importante de las torres de esa calle que estuvo de moda y que fue uno de los grandes negocios de la historia inmobiliaria de Bogotá, por la inusitada valorización que generó.

En la década de 1970, la Embajada construyó su primer edificio propio, situado en el Parque Nacional, entre las carreras 8ª y 13 y las calles 37 y 38, en una manzana completa ubicada donde alguna vez estuvo el exclusivo colegio de mujeres Sacre Coeur, que dio nombre al sector, conocido en el mapa capitalino como Sagrado Corazón.
Esta construcción de la embajada, obra de la firma Drews y Gómez, de cinco pisos, hecha en concreto y casi sin ventanas, hizo frente a los 25 años siguientes, en los que el país soportó dificultades de orden público. El edificio no estuvo exento de lamentables atentados de la mafia.

Aún están frescas en la memoria las enormes verjas de esta sede, los policías acostados eléctricos en todas las calles que lo rodean y tal vez los primeros bolardos que se conocieron en la ciudad, unos mojones enormes y macizos de color verde oscuro, ubicados en las esquinas para evitar impactos con vehículos suicidas.

También se recuerdan las filas de solicitantes de visas que llegaban puntuales o perdían las citas, carteleras con advertencias severas y quisquillosas y unas carpas grises donde esperaban, en medio del frío, la anhelada bendición consular estampada en los pasaportes o la humillante revocatoria del permiso para ir a conocer Disneyworld.

Las necesidades de seguridad de la Embajada crecieron a medida que se profundizaron los problemas de orden público del país y que aumentó la cifra de colombianos interesados en unirse a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades, situación que se agravó a mediados de la década de los 90, durante el desgobierno de entonces, cuyo titular fue despojado precisamente de la visa. Era embajador Myles Frechette.

El Departamento de Estado decidió el ensanche con la construcción del bunker en la 26, obra que aceleró la terminación de vías como la carrera 50 y el poblamiento de la zona en la que se construyó la Fiscalía General de la Nación, el Tribunal Superior de Cundinamarca y un poco más allá la Gobernación del departamento.

Estas instalaciones, como decíamos, ya han tenido que ser ampliadas debido a la demanda de trámites por parte del público colombiano.

Poco sabe el ciudadano común qué hay dentro de esa edificación situada estratégicamente cerca del aeropuerto capitalino. Los solicitantes de visas solo pueden ingresar a una parte y por lo demás, ni siquiera entran al edificio, sino que permanecen en un galpón casi al aire libre.

Algunos, por razones profesionales hemos logrado franquear las pesadas puertas de cristal blindado y subir en ascensor a pisos en los que funcionan las oficinas diplomáticas, con medidas de seguridad estrictas, pero similares a las que se aplican en entidades oficiales colombianas.

El ambiente parece el de algunas películas. Los muebles que hay en la embajada gringa llegan desde Estados Unidos y dentro del misterio que envuelve la sede, hay quienes dicen que se guardan provisiones para varias semanas por si llegara a presentarse una situación grave en el país.

Por un costado poco visible al público funciona una extensa área dedicada a asuntos de seguridad. Allí ingresan decenas de vehículos con placas diplomáticas, y funciona un taller de mecánica.

Nada extraordinario. Como no tiene nada de extraordinario la Embajada, que se convirtió en un edificio más en el paisaje de la ciudad.

jueves, 6 de octubre de 2011

El barrio árabe

Como toda ciudad capital, Bogotá acogió comunidades extranjeras y permitió la formación de colonias de inmigrantes, así éstas hayan sido mucho más pequeñas que en otras ciudades grandes del continente, transformadas por corrientes migratorias.


A los inmigrantes del mundo árabe aquí los llamaron y aún algunos llaman “turcos”, ya que alguna vez sus pueblos estuvieron bajo el imperio turco-otomano. Algo similar a lo que ocurre en Argentina, donde llaman a los españoles, de forma miope pero graciosa, “gallegos”.

Hace pocas semanas, con ocasión de un congreso colombo-árabe, se publicaron estudios sobre esta corriente migratoria, según los cuales, la árabe es, después de la española, la migración más significativa en Colombia.  Libaneses, sirios y palestinos llegaron a Colombia en varias olas y y no fue a Bogotá donde se dirigió la mayoría de ellos. Se calcula que en el país viven unos 15.000 practicantes de la religión musulmana, la décima parte en Bogotá, donde apellidos como Aljure, Helo, Tafur y muchos más son parte del paisaje humano y del directorio telefónico.

Y aunque esa migración no haya sido tan notoria como en otras partes del continente, es  fácil ubicar en el mapa bogotano la huella de estos grupos,  cuya conocida habilidad para el comercio se expresaba en negocios casi siempre especializados en textiles, ramo.

La huella de este flujo migratorio sobrevive en un sector del centro de Bogotá, más exactamente en la carrera 9ª entre calles 11 y 12, sin llegar a las dimensiones de un Barrio Chino o una pequeña Italia.

Allí, a pocos metros de la alcaldía de la ciudad, se encuentra el edificio Malkita, en cuyos locales se ven nombres como Almacén Palestina o Said’s. Y un poco más al norte, otros negocios que a pesar de la globalización y la inundación de mercancía china, aún ofrecen tradicionales vestidos de primera comunión, blazers azules de uniforme escolar, sábanas y ropa infantil, todo cubierto con fundas de plástico para que no se ensucie.

A estos establecimientos del ramo textil se suma una que otra actividad diferente, como una agencia de viajes con nombre evidente del Oriente Medio o cafeterías populares con un toque árabe en el menú.

Allí en esa calle es frecuente ver a empresarios de facciones árabes conversando en su lengua o fumando en shishas o pipas de agua, y mujeres con la cabeza cubierta con el velo típico.

También muy cerca de allí pasan desapercibidos los musulmanes que oran en la carrera 9A No. 11 – 65, la mezquita principal de la comunidad en Bogotá, a espaldas de lo que fuera un almacén Tía, en el cuarto piso de un edificio vacío que hasta hace poco era una tienda popular, que a su vez ocupa predios que alguna vez fueron del claustro de San Juan de Dios y el primer hospital del mismo nombre.

También se ubica en la zona, en la calle 12 debajo de la 9a, un edificio inaugurado por los días del 9 de abril de 1948, de propiedad de una familia Aljure. El edificio está casi vacío y en trabajos de remodelación. Una inscripción de piedra a lo largo de su fachada recuerda que la torrecita sirvió de sede alterna para la IX Conferencia Panamericana, luego de que el asesinato de Gaitán desatara el Bogotazo.
Son datos dispersos, pero hacen parte de interesante recorrido que contribuye a configurar material sobre este mundo que convive dentro del universo urbano de Bogotá.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Edificios verdes


Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

Federico García Lorca. Romance Sonámbulo.

En los tiempos que corren, agobiados por el temor al futuro del planeta, reciben este nombre las construcciones elaboradas con materiales de bajo impacto ambiental o ecológico, o diseñados para tener un efecto mínimo sobre el medioambiente.

Por extensión, podría aplicarse el término a edificios que en nuestro medio han sido afectados por la humedad o la pátina del tiempo, en los que el moho ha producido ese tono. También los que simplemente están hechos con material de ese color o que, con el respeto por la decisión de los decoradores, se optó por pintarlos de verde.

Valga decir que los edificios verdes correspondientes a la primera definición no siempre o no necesariamente son de ese color, como veremos enseguida.

Y que también los edificios literalmente verdes a veces solo lo son por fuera, alguna vez producto de un arranque de mal gusto de sus propietarios, sin atender la estética y la consideración hacia la ciudad y sus vecinos, lo cual no implica descalificación per sé del color de la esperanza.

Hay edificios verdes en los que el color fue un desacierto total. Empezaremos por mencionar casos emblemáticos y también ejemplos recientes.

No nos referimos al verde edificio de la Gobernación del Chocó, revestido –si mal no recuerdo– de mosaico de vidrio Cristanac, al mejor estilo de los 70, y que después de estar embargado, resolvieron ampliarlo, pero sin los estudios de sismo-resistencia y por eso ahora es un cadáver urbano a orillas del Atrato.

El bodrio de la calle 17 con carrera quinta, frontera imprecisa entre los barrios Las Aguas y Las Nieves, de Bogotá es proverbial. Un edificio de oficinas típico de los años 70, en el que funcionarios juzgados civiles en algún tiempo, cayó en manos de una escuela de carreras intermedias que tuvo a bien engalanarlo con tonos diversos del color que nos ocupa. El resultado no podría ser más agresivo con el entorno. Frondio, diría un cachaco de paraguas. Aunque quizá en los típicos días grises que a menudo hacen en Bogotá esa pequeña torre de tonos verdosos pueda tener alto contraste o hacer más tropical el ambiente capitalino.

Algo más al norte, en lo que fuera el elegante barrio de El Retiro y la que fuera sede del Colegio Alvernia –edificio típico de colegio de religiosas como los que se ven en todas las ciudades españolas–, funciona hoy la Escuela de Administración de Negocios (EAN).


Al edificio de la carrera 11 entre calles 78 y 79, muy cercano por cierto a lo que ahora es la Zona Rosa, además de que perdió su esencia de colegio de monjas con los colores aplicados, le ha sido adosado en uno de los extremos una pequeña de torre de varias plantas, verde como un loro.

No nos precipitemos a emitir un juicio. El edificio no es feo. Pero rompe definitivamente con el conjunto, como se aprecia en la imagen.

No podemos abordar el tema sin mencionar un controvertido edificio verde construido hace tres lustros en La Cabrera, carrera 11 con 86, al lado de la casa que sobrevive a don Hernán Echavarría Olózaga, próxima al verde parque del Japón.

El edificio de 14 pisos, que se llama Segovia, ha sido suficientemente criticado. Es decir, hay suficiente ilustración. Solamente agregaríamos que tal vez la altura de los urapanes y demás especies que embellecen esa zona tan bogotana, favorece y mimetiza en algo esa torre, rematada por una espantosa cubierta y que da la bienvenida -o lo intenta- con un basamento que tiene ventanales que recuerdan las casas de las películas de Walt Disney.

Incluso fue postulado por arquitectos locales al premio Atila, una distinción creada por revista argentina Dana (Documentos de Arquitectura Nacional y Americana) para exaltar al edificio más feo.

Edificios verdes en el buen sentido de la palabra que han sido dados al servicio en años recientes son el de la carrera 7a con 75, que, como advertimos, por fuera da la sensación de una pecera por su transparencia, una caja montada sobre un zócalo de vidrio rodeado de un espejo de agua.

Y al lado se construye otro edificio que se anuncia como ‘verde’, el del Banco GNB Sudameris.

La empresa farmacéutica Novartis tiene un edificio de este tipo en la calle 93B con 16, que obtuvo esa distinción 'ecológica' -aunque en otra categoría- gracias a su cubierta verde, sus materiales reutilizados y su aprovechamiento de la luz, entre otros.

Algunas de estas construcciones están dotadas de sistemas inteligentes como sensores para apagar las luces cuando no haya empleados trabajando, o para dosificar el oxígeno, y medidores de ahorro de energía forman parte de los aspectos previstos por estos edificios que reciben la certificación Liderazgo en diseño para la energía y el ambiente (Leed).

Aunque si de asuntos verdes se trata, habría sido más afín a ese color conservar algunas de las bonitas casas que hubo alguna vez donde ahora se erigen estos edificios.






lunes, 29 de agosto de 2011

Rascacielos en Colombia

El antiguo Hotel Bacatá, que durante cuatro décadas existió en la calle 19 con carrera quinta, del centro de Bogotá, una zona hoy en desgracia pero que en alguna época fue segura y moderna luego de que se abriera esa avenida, está a punto de desaparecer en medio de una demolición silenciosa, y de sus antiguos diez pisos quedan dos o tres envueltos en tela.

El hotel se había venido a menos, como pasó con otros de la zona, y se había especializado en epicentro de reuniones de ONG’s de derechos humanos.

En su lugar se anuncia la construcción de una descomunal mole de 66 plantas (sí, 66) o 216 metros de altura, con lo cual, el día que se termine, estamos hablando del edificio más alto de Colombia sin duda ninguna y no de los más elevados de Latinoamérica.

La demolición del Bacatá avanza rápidamente –aunque no con cargas controladas de dinamita, como en Nueva York, sino a mano–, y un aviso de la curaduría urbana respectiva da cuenta de que allí se construirá el edificio de 66 pisos.

El letrero precisa que la obra que allí se construye, a cargo de BD Promotores Colombia,  incluye vivienda multifamiliar, comercio y servicios turísticos, profesionales y técnicos, con 722 cupos de estacionamiento y 7 unidades comerciales. Locales, suponemos. De todo, como en botica.


Y otra valla instalada en lo que fuera la entrada al lobby del Bacatá promociona el Hotel Augusta, “toda una experiencia”.

No dudamos que una obra de tan colosales dimensiones puede dejar en un punto alto los objetivos de renovar el centro de Bogotá, que lentamente se abre paso, y transformar sus manzanas vecinas hoy tan deterioradas, en un sitio con una alta calidad de vida y cotizado en el valor de la propiedad.

Con todo, preocupa que esta obra, dado su tamaño, termine por saturar la capacidad de las reducidas calles cercanas y cause un impacto negativo.

El arquitecto Willy Drews afirmó hace poco que "una construcción de tan alto impacto no puede implantarse impunemente en cualquier sitio de la ciudad. Los rascacielos han pasado de moda por ineficientes y solo se construyen donde la opulencia y la prepotencia los exigen, o donde su finalidad es lavar dinero. Quienes quieren Dubaitizar el centro de Bogotá, lo más que lograrán será Panamatizarlo", sostuvo en un escrito publicado declaró en el diario El Tiempo.

Pasaron varias décadas sin que se construyeran en Bogotá edificios de gran altura como los que estuvieron de moda en el mundo –y Colombia no fue la excepción– en la décadas de 1960 y 70. De esa época quedan como testigos los edificios Avianca, Seguros Tequendama, antiguo Hotel Hilton. Bancafé (ahora Davivienda) y la Torre Colpatria, todos por los 40 pisos: Y también el edificio Coltejer, de Medellín. Un poco más tarde la Torre de Cali.

Por entonces había varios proyectos que nunca se ejecutaron, como los edificios de la Caja Agraria, de 40 pisos, que se planeó para la esquina de la carrera 7 con 24, donde hoy hay un negocio de pollo asado, y una gran torre de la misma altura que se pensó construir en el antiguo Palacio de Justicia, destruido tras la toma guerrillera de noviembre de 1986.

También quedó sin construir un edifico un poco menor que el italiano Vicente Nasi proyectó encima del local del tristemente célebre restaurante Pozzetto,  en la carrera Séptima con 61.

Y fracasó, aunque por otros motivos, la Torre de la Escollera, que comenzaron a construir en la zona cartagenera de Bocagrande y cuya estructura metálica se torció con el viento pocas semanas más tarde.

Cuando se habla de historia de los edificios en el país, se mencionan distintas obras como el primer “rascacielos” que hubo en el país. Unos dicen que fue el edificio Cubillos (o Andes) en la Jiménez con Octava, de Manrique Martín e hijos, y de solo 8 pisos. Otros que el del Banco de Bogotá en la Décima con 15, diseñado por Skidmore, Owings y Merrill en Nueva York, y hoy en tristemente deteriorado y con nuevo uso. Pero claro, estamos hablando de cosas diferentes, pues estas obras son de épocas y técnicas distintísimas.

Y siempre ha habido competencia entre distintos países o ciudades de un mismo país para quedarse con el campeonato del edificio más alto.

Esos hermanos pequeños de los skycrapers neoyorquinos o los arranha-céus brasileños, pasaron de moda, pero ahora parece resurgir la tendencia de construir en altura y densificar las áreas, habida de cuenta de una supuesta escasez de terreno urbanizable, especialmente en la capital del país.

Los propios multifamiliares de apartamentos que están creciendo como matas en varias partes de Bogotá son ahora muchos más altos, tienen mayor densidad y se perfilan a lo lejos como lápices.

Y es especialmente notorio el caso de la zona turística cartagenera de Castillogrande, donde en última década han surgido como hongos delgadas y altas torres de apartamentos, muchas de ellas de más de 30 pisos, que a la vista pareciera que no pudieran soportar tanta altura y fueran a hundirse o a inclinarse algún día, máxime si se tiene encuentra el terreno, tan próximo a la arena marina.

Todos soñamos con la renovación y resurrección del centro histórico de Bogotá, que puede ser en pocos años un sitio envidiable en calidad de vida y atracción para nacionales y extranjeros. BD Bacatá, como se llama el proyecto, puede ser el impulso  que se necesita. No es bueno ser escépticos, pero en este caso, como en el cuento de santo Tomás,  hasta no ver no creer.











viernes, 26 de agosto de 2011

No graff, no life

|La muerte absurda y triste –¿cuándo no lo es?– de un adolescente que pintaba signos bajo un puente, puso en primer plano el mundo de los grafiteros en Bogotá.

Ha quedado la sensación de que a este muchacho le quitaron la vida por estar armado con un spray o que el hecho de pintar letreros con atomizador o con rotulador sea una actividad criminal y eso debe ser aclarado para que se haga  justicia.

No han sido ajenos nuestra ciudad ni nuestro país a la expresión visual que comprende el término grafiti, o sea, pintar en los muros y otras superficies.  Pero existen divergencias entre quienes lo ven como arte callejero, medio de comunicación o cultura urbana, y otros –incluyendo algunos policías– como vandalismo o actividad subversiva.

Grafiti –así se escribe en castellano–  es palabra plural tomada del italiano graffiti,  que significa pintada, generalmente sobre mobiliario urbano. La RAE habla también de grafito (plural grafitos) y conviene precisar que pese al uso extendido, graffiti en italiano es voz plural de singular graffito.

Arte, movimiento juvenil urbano, estilo de vida y forma de comunicación, son algunos de los sinónimos de esta actividad, cuyos militantes tienen detractores y defensores.



Los viejos educadores, aquellos que decían que la letra con sangre entra, también inculcaban a los alumnos que la pared y la muralla son el papel de la canalla. Los contestatarios lo matizaron diciendo “papel del que no calla”.

El semiólogo Armando Silva afirma que el arte y el grafiti son expresiones del hombre contra los mecanismos de represión.

Las pintadas datan prácticamente de la aparición del ser humano. Recuérdese que en las cavernas y en las catacumbas se hallaron interesantes inscripciones.

El término de origen italiano se puso de moda en los años 70, que fue cuando los letreros como expresión urbana se popularizaron de la mano del hip-hop.

Hay quienes lo dividen en grafiti público y grafiti privado.

Se crearon diversos estilos, como las letras en forma de burbuja o las que semejan arabescos o terminan en flechas, y hay actitudes, formas y técnicas, como el tag (la simple firma o sello personal), el esténcil y diversas plantillas que permiten instalar rápidamente el mensaje y el tiempo que el artista está expuesto a ser detectado.

Otro estilo es el trhow up, que traducen como vomitar pintura o figuras. La pichação (pichación, arte de pichar) es una forma de grafiti aparecida en São Paulo en los años 80 y que aún se ve en las partes altas de los edificios de esa y muchas otras ciudades brasileñas.

¿Quién no ha escrito en el baño? “El futuro del país está en sus manos”, decía frente a un orinal universitario.

Al principio las grafitis se hacían con aerosoles comunes, pero en los años 90 aparecieron en España sprays especiales. Con el tiempo, las autoridades de algunas partes facilitaron espacios para hacer letreros y figuras, y las gentes inmersas en el mundo del grafiti organizan festivales.

En nuestro medio, todo nos llega tarde, como en el poema de Julio Flórez,  y una década después del 2000, sitios de nuestras ciudades comienzan a llenarse de grafitis, en unos casos ingeniosos y elaborados, y en otros repetitivos y dañinos de la propiedad privada.

No nos referimos a los letreros políticos o de protesta social, que llevan varias décadas, como los eternamente izquierdistas de la entrada principal o de la plaza principal de la Universidad Nacional en Bogotá. Ni tampoco aquel que dio origen en Argentina al grupo Vilma Palma e Vampiros. Ni tampoco al simple hecho de pintoretear.

Hablamos de esos dibujos de colores que cubren enormes paredes con letras y figuras, casi siempre en zonas marginales o casi marginales.

Lo cierto es que estos grafitis a menudo dañan la estética o la propiedad privada. O para decirlo más claramente, a los grafiteros a veces se les va la mano y se creen con derecho a invadir visualmente tramos de nuestras ciudades.
En esto Nueva York lograron un equilibrio entre la prohibición y la permisividad. En la Gran Manzana la pintura contra vagones del metro y culatas de edificios de Brooklyn y del Bronx adquirió en los 80 y 90 niveles de pesadilla. Y hubo una unidad especializada contra los grafitis, además de sanciones contra los que usaban el atomizador como arma.

En Bogotá hacer grafitis no es delito, sino contravención del Código de Policía. No se puede detener a una persona por hacerlo, pero sí la pueden obligar a borrarlo o a pagar una multa a favor de los afectados.

Quizá se crea en la capital colombiana que las medidas represivas sean exclusivas de la ciudad. Pero en las grandes ciudades de EEUU y en algunos países europeos pintar grafitis sin autorización conlleva cuantiosas multas, además de la limpieza de lo pintado. Ello aunque existan allí sitios y hasta estímulos para hacer este tipo de manifestaciones.

En esto, como en todo, un poco de orden ayudaría por igual a los artistas del spray, a los propietarios y a los puentes, viaductos, caños, barandas, edificios y locales, que generalmente se ven mejor sin pintura.

No tiene nada malo dar color a una tapia o un túnel, pero nadie podría discutir que “vomitar” un spray sobre una casa colonial o las paredes de la Catedral, el Capitolio o el Palacio de Justicia es una afrenta contra el patrimonio. Y no creemos que al dueño de un inmueble le guste que le “decoren” algo que obtuvo con tanto esfuerzo.

Los que cultivan este arte tienen derecho a expresarse y a comunicarse en esa forma. Pero esa libertad choca con las de quienes, a nombre de la autoridad del Estado, consideran que tienen la obligación de imponer el orden. Aunque a veces cometan desafueros y excedan esa misión contra quienes actúan, piensan o lucen diferente. O los que tienen esta condición de vida, como reza un grafiti varias veces estampado en paredes de Bogotá, cuyas palabras titulan este escrito.

jueves, 25 de agosto de 2011

Grandes Bibliotecas de Bogotá

Hay quienes tienen la tendencia de juzgar a las personas por el tamaño y la calidad de sus bibliotecas. Esto conlleva para esos aficionados, entre otros problemas, padecer de dolores e cuello o ligeras desviaciones de la cabeza, acostumbrada a inclinarse para leer en los lomos los nombres de libros y autores.

También hay quienes aseguran que hubo un importante político que mandó a hacer una biblioteca por encargo, literalmente; o sea, por metros. Y no era por el tamaño de los estantes, sino por unos metros de libros para llenarlos.

La generación actual pensará que una biblioteca no sirve para nada, cuando prácticamente todo se puede conseguir en Internet con una sencilla búsqueda. Incluso hay quienes van más lejos y creen que los libros deben ir a la basura.

Podría uno recordarles que la biblioteca de Alejandría, que reunía todo el saber de la época,  se quemó 48 años antes de Cristo. O que en siglos más recientes,  los libros eran incinerados en piras. Y los nazis no fueron los últimos en hacerlo.  Hace menos de diez años en Irak quemaron un millón de libros.

En cuanto a bibliotecas privadas en el país, las primeras fueron las de los conventos, en una época en la que había pocos libros, pues aún no se producían en el territorio nacional, y los pocos disponibles llegaban de Europa en barcos después de meses de viaje.

La primera biblioteca pública que hubo en la antigua Bogotá existió en tiempos del virrey Guirior, en 1777, en el sitio que hoy ocupa el Palacio de San Carlos, y según los historiadores, tuvo 13.000 volúmenes.

Se dice que el sabio Mutis era un hombre ávido de libros y tenía una de las mejores bibliotecas privadas de finales del siglo XVIII. Mutis se valía de los viajeros para encargar largas listas de libros.

Es de suponer que hombres como Nariño, Caldas, Camilo Torres y otros jóvenes intelectuales de su época tuvieran colecciones bibliográficas.

Tener bibliotecas personales sería más fácil desde mediados del siglo XIX, cuando aparecieron varias imprentas en el país y se habían establecido algunas librerías. No simples papelerías o puntos de venta que siempre tienen los libros de las mismas dos o tres mismas editoriales, como ocurre ahora.

Fue el caso de la Librería El Neogranadino, regentada por el francés Simonnot, la de Fidel Pombo, La Barcelonesa, la Librería Americana, de Miguel Antonio Caro; la Colombiana, de Salvador Camacho Roldán; la Librería Nueva, de Manuel Pombo, hermano del poeta Rafael Pombo, y la librería de Torres Caicedo.

En el siglo XX los políticos y hombres de Estado, generalmente abogados, poseían bibliotecas personales de alguna importancia.

Fueron famosas algunas bibliotecas de la ciudad. Otras fueron un coto cerrado para sus propietarios. Y algunas de éstas se conservan transportadas como fondos a las mayores bibliotecas del país.

A partir de los años 40, cuando se construyeron grandes casas de estilo europeo, el salón de estudio, escritorio o biblioteca se convirtió en habitación importante.

Recuerdo haber estado en el estudio de la casa del ex presidente Darío Echandía, convertido en cafetería en una avenida venida a menos, ahora zona universitaria. Aún quedaban en los anaqueles de madera de la casa de estilo inglés, heredada por familiares del jurista tolimense,  algunos tomos con las iniciales de su propietario en el lomo. Pero hoy vergonzosamente esos anaqueles son parte de un negocio de focopias.

Con el tiempo, la muerte de sus propietarios y la reducción de los tamaños de las viviendas, las bibliotecas personales tendieron a desaparecer.

Aunque los ejemplos son odiosos, no tendría sentido hablar del tema sin explorar las bibliotecas famosas de Bogotá en las décadas recientes.

Eduardo Santos, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez las tuvieron de gran tamaño, aunque de temas algo diferentes entre los dos primeros y éste último, desde luego.

Otras grandes bibliotecas citadas por los historiadores fueron las de Rufino José Cuervo, que pasó a la Universidad Nacional; la de Miguel Antonio Caro, la de Marco Fidel Suárez, la de Laureano García Ortiz y la de Carlos Lozano y Lozano.

En una especie de ranking –cualitativo, no cuantitativo-, siempre habrá que comenzar por la biblioteca del filósofo bogotano Nicolás Gómez Dávila y la del hacendista Alfonso Palacio Rudas, conocido con el seudónimo de “el Cofrade”.

De la de Gómez Dávila, el historiador Arnold Toynbee dijo que era la mejor biblioteca privada que había conocido en sus viajes.

Casa de Nicolás Gómez Dávila, en el barrio El Nogal, que se salvó de la demolición. Sus compañeras de las otras tres esquinas no tuvieron tanta suerte.

Esta colección que “Colacho” atesoraba en su casa de estilo Tudor de la carrera 11 con calle 77, de Bogotá (del arquitecto Pablo de la Cruz), fue a parar a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Obras desde el siglo XV, casi siempre en idioma original, centradas en las humanidades, con predominio de ediciones en latín, griego, alemán y francés.

Gómez Dávila tuvo curiosidades como las primeras ediciones de "Elegías de Varones Ilustres de Indias", de Juan de Castellanos, y "Genealogías del Nuevo Reino de Granada", de Juan Flórez de Ocáriz, y por supuesto, varios incunables.

Eran dos o tres filas de libros superpuestos, según su hija Rosa Emilia Gómez de Restrepo, quien recuerda que la biblioteca era su mundo y ahí vivía, leía, escribía y se reunía con sus amigos, hasta el punto de que cuando se enfermó y estaba a punto de morir, bajaron la cama a la biblioteca. Nos recuerda el sepelio de Saramago.

La de Palacio Rudas ocupaba gran parte de su casa del Chicó, en la esquina de la calle 93 con carrera 11 A –hoy cotizada zona de restaurantes–, que tenía un volumen de dos pisos para albergar sus libros. La casa aún existe, pese a que el terreno es bastante apropiado para construir un edificio, pero la propiedad quedó subdividida en bares, restaurantes populares y una discoteca de vallenato. Entretanto, los libros, cifrados en 41.457, con énfasis en economía y política, pasaron  al Banco de la República y se albergan en la Casa Museo del pintor Ricardo Gómez Campuzano, en la calle 80 con 9a.

Estado actual de la casa de Palacio Rudas y la bóveda de la biblioteca en el segundo piso. La fachada fue burdamente alterada para instalar bares de segunda categoría

Carlos Lleras Restrepo, experto en materia de economía y aficionado a la poesía, además de estadista, tenía una riquísima colección bibliográfica, pero ésta fue pasto de las llamas el 6 de septiembre de 1952, cuando su casa fue incendiada por las fuerzas de seguridad del gobierno de entonces.

La de Lleras, en parte dedicada a la hacienda pública, no solo era rica en volúmenes, sino que se destacaba por la riqueza misma de los estantes hechos por Boris Sokoloff. Su hijo Carlos Lleras de la Fuente, testigo del crimen, dice que se arruinaron ese día 7.000 libros. De éstos, 3.000 se destruyeron cuando una bomba fue lanzada por los autores del incendio, que también robaron libros y documentos. 

El gran colombiano la reconstruyó hasta donde pudo durante sus siguientes cuatro décadas de vida, llegando a los 30.000 libros,  y luego de su muerte, sus familiares la vendieron a la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que también adquirió la bella casa de la calle 70A con carrera 7a., obra del arquitecto Otto Marmorek.
La biblioteca de Carlos Lleras ocupaba el estudio de la primera planta y parte de la mansarda de su casa,  incendiada en 1952 y reconstruida en poco tiempo

El librero Hans Ungar tuvo una biblioteca de renombre su casa de la 80 –dicen que tuvo 25.000 libros–, obra del arquitecto hispano-colombiano Fernando Martínez Sanabria, quien dicho sea de paso, tenía un enorme estudio tapizado de libros en el edificio en el que vivió, éste en la 7a. con 84.

Mientras tanto, los 10.000 volúmenes de Álvaro Gómez Hurtado, hoy reposan en la biblioteca de la Universidad Sergio Arboleda.

Hace pocos años el ex presidente Belisario Betancur, hombre de libros y alguna vez editor, se desprendió  de 20.000 libros y los donó a la Universidad Bolivariana de Medellín.

Otras bibliotecas dignas de resaltar fueron las de Jorge Ortega Torres,  Fernando Hinestrosa Forero, Bernardo Ramírez y Howard Rochester.  

Juan Gustavo Cobo Borda cedió  20.000 mil títulos, con énfasis en poesía, si bien su apartamento continúa con las paredes tapizadas de libros, mientras las publicaciones se apilan en mesas y en el suelo.

Me llamó la atención una pared completa de una habitación dedicada a Borges. Solo de Borges y sobre Borges, me aclaró. Y quince tomos de obras completas de Octavio Paz.

Aunque el inventario incurra en omisiones, destaco también la de Alberto Dangond Uribe, que sale del estudio y recorre los pasillos de su casa del barrio Santa Ana.

No obstante, para los biblio-historiadores, después de la biblioteca de Gómez Dávila, la más importante que hubo en Bogotá fue la de Bernardo Mendel, vendida en los años 60 a la Universidad de Indiana, y formada por 30.000 volúmenes.

Mendel nació en Viena en 1895 y llegó en 1928 a Colombia, donde estuvo  hasta 1952. Se dice que sacó sus libros del país luego de fracasar en su intención de dejarlos en Bogotá, donde tocó varias puertas sin éxito.

A quienes tuvimos una gran biblioteca familiar, todo esto nos recuerda a esos papás intelectuales que salían de la Lerner o de la Buchholz con varios libros debajo del brazo.

Y como el famoso político de la biblioteca por metros, digamos que  los libros decoran. No corren buenos tiempos para el libro, amenzado por el estrecho tamaño de la vivienda y por los libros electrónicos.

Pero los e-books que bajamos de Internet en sistemas de lectura como el Kindle, no se pueden acariciar como los de papel, ni anotar con lápiz al margen, ni apilarse para deleitar la vista, ni dan calor.

Como dice la canción de Juan Luis Guerra, ni es lo mismo ni es igual.