jueves, 14 de junio de 2012

Entre por la salida y pague lo que quiera




Los autobuses que circulan en las ciudades del mundo tienen generalmente una o dos puertas para entrar o salir.  En algunos casos tres si los vehículos son muy grandes, como los articulados con fuelle intermedio.

Y como es lógico entender, esas puertas sirven para subir y bajar. Es más, por lo general una es para entrar y otra para salir. Pero a veces sirven para ambas cosas. Por ejemplo en Rio de Janeiro se ingresa a los autobuses por la puerta trasera y en Madrid por la delantera, mientras que en Londres los famosos Routemasters, los típicos vehículos rojos de dos pisos, tienen atrás una enorme puerta, una especie de estribo o vestíbulo que sirve para ambos propósitos. 

Pero en Bogotá no operan esas leyes de la lógica.  Por eso es normal que los pasajeros entren por la salida y eso tiene su historia. El caos propio de la incivilizada gente que habita en este valle y su vieja costumbre de hacerlo todo al revés, no podía dar nada diferente.

Los pasajeros se acostumbraron a entrar por la puerta de salida, la de atrás, y  ese vicio empezó por culpa de los choferes deshonestos, que de esa forma se embolsillan el importe de los pasajes al no marcar la registradora, ese torniquete que tienen los autobuses en la puerta delantera y que contabiliza el número de pasajeros. Cuando lo tienen.


Pero no era suficiente deshonestidad. Y por eso en nuestro propio código de ética, para qué pagar el valor legal del pasaje, si se puede pagar menos, la cantidad que uno tenga? Ya sea que los estudiantes se hayan gastado el dinero en dulces o que al obrero no le hayan pagado a tiempo. Se paga lo que se pueda. Al fin y al cabo el chofer se transa, como si comprendiera la mala situación. O es dinero que se embolsilla.

Los pasajeros desde la calle enseñan al chofer un billete de mil como diciéndole: lléveme por “esto”, así el pasaje valga 1.450,oo.

O los estudiantes que se comieron el dinero del transporte, van más allá y dicen: nos lleva a los cuatro por 2.000? A lo que el conductor accede generosamente abriendo la puerta trasera para que entren por ella. Y de paso molesten a los pasajeros que pagaron el pasaje completo y que van parados en el pasillo del vehículo.


Pero si los pasajeros pagan incompleto, los choferes no pierden tampoco, porque muchas veces se quedan con las “vueltas” y si se suma la moneda de 50,oo que dejan de dar a cada pasajero, al final del día han reunido más ganancias.

Es que somos vivos, dirán. Acá siempre hallamos formas sencillas de burlar los inventos y métodos universales de organización o de simple ordenamiento social. Aquí conseguimos en las esquinas antenas “robacanales para no tener que pagar la factura de la televisión.



Y si los aparatos de juegos tienen restricciones de fábrica qué importa. Acá les ponemos “el chip” por 20 mil pesos y quedan siendo “universales”. Mucho menos importancia tendrá leer un libro pirata o comprar discos de música o películas chiviadas.

Entonces si el derecho es subirse a un bus por delante, es decir, entrar por la entrada, aquí se entra por la salida.



Y por la entrada, sin pagar, saltándose a la torera el torniquete de la registradora, suben a la brava vendedores, pedidores, músicos y cantantes.

Y los que tienen la mendicidad como forma de vida con  su discurso chantajista, idéntico en todos los casos, para justificar lo que presentan como “mi forma de trabajo”.

“Yo prefiero no robar ni hacerles daño”.

Gracias, dice para sus adentros el pasajero.

Y apelan a la educación: "¡Buenas tardes!" Y claro, el que no conteste no es educado, como se lo enrostra el pedigüeño.

Y ni qué decir de las audiciones musicales sobre ruedas y en vivo, a volumen estridente. Música llanera por ejemplo, con arpa y todo dentro de una buseta, que antes de llegar al trabajo ya ha arruinado el día a los pasajeros. Y no estamos juzgando la manera de sobrevivir. Hemos estudiado durante meses este problema y ya vemos a diario las mismas caras en los mismos, sitios. Luego la actividad de alguna manera es rentable, es un verdadero modus vivendi.

Eso somos.  Esa es nuestra cultura, así sea una total incultura.

Pero ni autoridades ni empresas ni los propias víctimas ciudadanas hacen nada para evitarlo.

jueves, 7 de junio de 2012

La carrera pésima



Una imagen de la Décima durante décadas. Buses, humo, ladrones, caos
La carrera Décima, la vía abierta en la década de 1950 para modernizar y desahogar al pueblo que era Bogotá entonces, significó la llegada de un estilo de vida, de la moda, del comercio y del trabajo,  pero poco tardó poco en convertirse en un reflejo del absurdo capitalino y en resumen de todas sus desgracias.

Pasaron rápido los años de las modernas torres de oficinas y de las tiendas al estilo americano y de las aceras limpias y el separador arborizado y el tráfico fluido de enormes taxis y unos pocos autobuses.

La avenida lleva el nombre del empresario que fue alcalde varias veces y que la impulsó la obra

Ya en la década de los 70 la inseguridad,  congestión y contaminación se reunían en la que alguna vez fuera una amplia vía, que cayó en un abismo de degradación y deterioro cada vez más hondo.


Imagen recurrente de la Décima. El desorden y la contaminación

No hay bogotano que no asocie la décima con el caos y numerosos documentales muestran esta avenida como un río de autobuses viejos, contaminantes, destartalados, ruidosos y agresivos que tardan horas en llegar, atravesar o abandonar el centro de la ciudad con destino al norte, al sur, el oriente o el occidente de Bogotá.

El panorama de esta zona que partió el centro de Bogotá en dos lo completaba una mancha interminable de vendedores ambulantes y la no menos incómoda de raponeros merodeando entre oficinistas y estudiantes atemorizados.

Esa vía construida sobre kilómetro y medio de casas antiguas, la mitad del mercado principal e incluso un templo colonial, alguna vez se  consideró “la carrera de la modernidad” –así se titula un magnífico estudio publicado por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural en 2010– y a finales de la década pasada llegó al punto más bajo.

Víctimas principales de la postración de la Décima fueron sus edificios que pasaron a dividirse, desfigurarse, reformarse y subdividirse y degradarse. Así, las construcciones de oficinas y de apartamentos, ennegrecidas por la polución hasta perder el color del ladrillo, de la piedra, del aluminio o el vidrio, se convirtieron en improvisados centros comerciales, eso que la gente del medio conoce como “pajareras”, unos locales formados por perfiles de aluminio y vidrio en los caben la mercancía y una o dos personas de pie.

Edificios sobre el costado oriental de la Décima. Merecen un
baño y si se restauraran serían una  buena alternativa para vivienda
u oficinas. Sobre el aviso rojo de "Arde la brasa" funciona un burdel.

Y ya para terminar, los habitantes ilustres de la Décima se fueron a otras partes hastiados del caos. Primero se fueron la Sociedad de Agricultores de Colombia, Camacol, y el Banco Cafetero; y más tarde Colseguros, el Banco de Bogotá, y Colpatria, incluso la antigua Dirección de Prisiones, que quedaba encima de un almacén Tía. Y el más fiel de los moradores de la zona, Seguros Bolívar, que tenía estación de gasolina propia en el sótano, al estilo americano, resistió hasta el 2011, cuando salió de su imponente edificio de los 50 y se marchó a las nuevas zonas corporativas.

La torre del Banco de Bogotá, diseñada por Skidmore, Owings
& Merrill. Sufrió deterioro notable convertida en sede judicial
Hace unos cuatro años comenzó un largo y tortuoso camino para integrarla a la avenida a la fase 3 del sistema de autobuses articulados Transmilenio.

Este proceso lleva cuatro años causando incomodidades indecibles al centro de Bogotá y a sus residentes y visitantes, pero parece por fin que los trabajos van a terminar y que la vía va a tener una segunda oportunidad. Es difícil creer que la arteria enferma de tantos años pueda cambiar.

Sin haber sido inaugurada la fase 3 de Transmilenio,
los carriles de la Décima, hábitat de indigentes
Se espera que al entrar en operación los grandes vehículos y sus estaciones sobre la línea troncal, la Décima vuelva a ser la vía importante que debe ser y que una ciudad con tan precaria red vial como Bogotá necesita.

Con todo, esa nueva carrera Décima que la malicia popular convirtió en ‘carrera pésima’, sin haber sido inaugurada ya está sufriendo deterioro y absorbiendo indigentes que duermen tirados en los separadores, rasgan las bolsas de basura  y encienden fogatas en plena vía.

Muy pronto esta pared de la esquina de la Décima con Jiménez,
donde estuvo la primera Líbrería Panamericana, fue pintarrajeada.
Hay estaciones pintarrajeadas aún sin ser estrenadas y el trabajo arduo de las brigadas de aseo, cada mañana es arruinado por los vagabundos que enseguida riegan la basura en las calzadas como si fuera un deporte, como para dar su tono  al entorno, para marcar territorio.

Esta arteria es también blanco de los mamarrachos tan de moda pintados en paredes y puertas de los establecimientos comerciales. Y antes de darse al servicio, ya hay andenes destrozados por las ruedas de los viejos autobuses que se niegan a perder su reinado de humo negro y chatarra.

Vista al norte, hacia el hotel Tequendama. Al centro
el paso subterráneo entre estaciones de Transmilenio

Con todo, la inminente entrada en operación de las nuevas obras ha despertado las primeras reacciones y ya son varios los edificios que han lavado sus fachadas que para sorpresa de los transeúntes, muestran algo de su esplendor original.

Así lo hizo Residencias Colón, un edificio inmenso concebido para hotel, situado diagonal al Tequendama y que perteneció a la viuda de Pedro Nel Ospina. Su primer nombre fue Residencias El Parque. Edificio que por cierto y guardadas las proporciones, transportaba al observador a viejas películas de ambiente neoyorquino.


 
Residencias Colón, en un comienzo llamadas El Parque.
En mayo de 2012 fue el primer edificio "lavado"
del humo y la suciedad de la carrera Décima.
Es aventurado pensarlo pero ahora que Bogotá tiene déficit de terrenos para construir, la Décima tiene una gran capacidad instalada que, solo con algunas adecuaciones y la generosa inversión privada o estatal –una corporación que se empeñe en ese propósito de grandes dividendos–, podría volver a ser un buen vividero y un centro financiero y comercial. Falta que alguien dé el primer paso.



Frente al Parque Tercer Milenio, a dos cuadras del palacio presidencial,
cualquier parte de la avenida es buena como dormitorio de urgencia.

Poco antes de darse al servicio Transmilenio, así se veía un
día festivo la zona más concurrida de la Décima hacia el sur
Hacia el sur, la Décima se adentra en zonas de menor calidad urbana.

lunes, 4 de junio de 2012

Adiós a los tiempos del Jockey




La bandera del Jockey Club de Bogota ondea en la
 fachada de la casona tradicional, pocos días antes del cierre

Hace pocos días, en nuestros recorridos habituales por el centro de Bogotá y más exactamente por el Parque Santander, nos encontramos con la sorpresa de que la tradicional casa de piedra amarilla del Jockey Club había cerrado sus puertas.

La sede de la carrera 6 no. 15-18, inaugurada en 1940, tenías las rejas cerradas y ya no estaba abierta la escalera señorial alfombrada de rojo, con  pasamanos relucientes de bronce, por la que se ascendía al vestíbulo de uno de los centros sociales más distinguidos de la ciudad, luego de franquear la puerta de cristal y madera.

Tampoco estaba el portero de librea que vigilaba la entrada de la casona de tres plantas, que fue testigo de la historia y de la aristocracia, donde se decía que se tomaban las grandes decisiones del país.

Hace años se hablaba de que la crisis económica de los 90, el deterioro paulatino del centro capitalino y la migración de empresarios y ejecutivos hacia el norte de la ciudad, además de la aparición de nuevos clubes, estaban minando las finanzas de la entidad.

Se sabe también que el que antes fuera un espacio cerrado de difícil acceso, que desairó a numerosos aspirantes a socios –Jorge Eliécer Gaitán el más mencionado–, intentó capotear los problemas económicos diversificando sus servicios y acogiendo a grupos que antes no eran bienvenidos, como asociaciones de abogados sin abolengo.

La casona del Jockey al lado de sus vecinas
desaparecidas del costado oriental del Parque
Santander. Allí vivieron Silva y Nariño

Aunque el Jockey Club estableció hace pocos años una nueva sede alterna en el barrio Rosales, y se trasladó definitivamente a ella, ésta es reducida en tamaño e inferior a la original. Por esas razones, al parecer los socios buscan otro espacio más amplio para la institución.

Es inevitable que afloren la nostalgia y las anécdotas propias y ajenas. Vienen a la memoria recuerdos. Allí apenas adultos, supimos por primera vez, gracias a amigos socios,  lo que era un baño turco. Y dentro de él, banqueros, ministros y abogados arreglando el país.


La barbería que “Calibán”, el abuelo de Juan Manuel Santos elogiaba en su Danza de las horas, en El Tiempo.

Y “Carlitos”, el eterno portero de elegante figura que se sabía de memoria los nombres todos los socios y de sus hijos, y quien decía, conversando con socios, que vivía en una covacha en el sur de la ciudad.  

En los almuerzos chispeaban la distinción y la flema en las mesas de al lado.  Media Bolsa de Bogotá. Banqueros y uno que otro ministro y parlamentario dignos del club, si los hubiera. Y al atardecer numerosos bogotanos en los salones, whisky en mano, como narraban las columnas de Klim, algunos de ellos arrastrando difícilmente la lengua por el exceso de alcohol.



El Jockey a la hora de almuerzo
poco antes del cierre de la sede del centro

Se escuchaban los inevitables “yo conocí mucho a tu papá”, “usted no sabe con quién se está metiendo”, “cuántos años sin verte” o “aquí no hay voluntad de atender al socio”, de labios de bogotanos enfurecidos, siempre distantes –años luz– de los empleados.

Los que frecuentaban el club hablaban de los que para ellos eran los mejores platos que salían de la cocina. Nos pareció inmejorable manjar el bogotanísimo ajiaco. Alguien hablaba de los Huevos Cocotte.


Son varios los libros que tocaron al Jockey, algunos en tono burlón,  como “El delfín” de Álvaro Salom Becerra, quien lo menciona como el “Lucky”, y en “Baile blanco en el Jockey Club”, de Roberto Gómez Caballero.


Y por supuesto el delicioso personaje de don Alegrías Figueredo y Arbolín, que creara Klim con tanta chispa y tanta realidad.


El Jockey, como tantas cosas de la antigua Bogotá, fue fundado en 1874 a imagen de los clubes londinenses que Julio Verne pinta en “La vuelta al mundo en 80 días”. Como los hubo en Buenos Aires y en Santiago. 
(*) Planos del Jockey Club de Bogotá, elaborados en
1937 por el arquitecto Gabriel Serrano Camargo

Fueron sus fundadores Ricardo Portocarrero, varios miembros de la familia Holguín, Rodolfo Samper y Salvador Camacho Roldán, aficionados a la hípica. Su primera sede estuvo en la calle 11 con carrera 7ª, al lado de la famosa botillería “La rosa blanca”.

La sede actual, construida sobre terrenos que ocuparon las casas en las que vivieran Nariño y José Asunción Silva, fue obra de Gabriel Serrano Camargo y se dio al servicio en 1940. El trabajo minucioso y excelente de dibujo el proyecto le mereció al autor el reconocimiento de la institución social.
(*) Cortes de la sede de la cra. 6 no. 15-18, con
la minuciosidad de su autor en el dibujo

Es de suponer que el centro social exclusivo de antes –hoy con la mitad de socios– haya adoptado alguna especie de reingeniería para adecuarse a los nuevos tiempos. Sobre su suerte física, resulta difícil sustituir la sede de la vieja Bogotá, construida especialmente para sus funciones.



No es fácil llevarse tantos muebles y trastos, y adornos tan valiosos como su colección de cuadros, entre los que recordamos el estupendo de “Los fusileros”, pintado en 1885 por Andrés de Santamaría. Se dice que el Gobierno pensó en comprar la casa para el Ministerio del Interior y que también podría convertirse en hotel.



Niños de la familia Emberá juguetan a las puertas
del Jockey Club de Bogota, cerradas en mayo de 2012


Hoy por la alfombra roja de la escalera del Jockey no suben banqueros, juristas ni financistas de trajes de corte inglés y luminosas corbatas de seda con rayas diagonales. Ya no hay portero de librea y aunque todavía ondea la bandera azul oscuro y oro, con la gorra de la hípica y la fusta,  en los salones ya no se dan bailes de gala ni se decide la suerte del país.

Y en los baños turcos se apagaron las nubes de vapor con falsos ingleses en bata, con bogotanos cortados con las tijeras de Phileas Fogg, lejos del Reform Club de Londres, siempre con un “qué tal estás” y un “me alegra verte” a flor de labios.

(*) Fotos tomadas de Semblanza de Gabriel Serrano Camargo, arquitecto. Ediciones Proa. Bogotá, 1983




Casa del arquitecto Guillermo Herrera Carrizoza, en el
barrio Rosa.es, a la que se trasladó el Jockey en 2012