jueves, 17 de noviembre de 2011

Embajadas de Estados Unidos en Colombia

La sede diplomática de Estados Unidos usualmente es un referente en las capitales del mundo. Por lo general está ubicada en un sitio importante de la ciudad y las instalaciones físicas también lo son. Además, la seguridad que las rodea despierta interés y crea un halo de misterio. Edificios envueltos en rejas y muros altos, alambradas, vidrios blindados, sistemas de bloqueo de señales y barreras hidráulicas para evitar el paso y hasta el ataque de vehículos no autorizados.

Bogotá no ha sido la excepción. La actual sede de la Embajada Americana es uno de los edificios mejor custodiados de la ciudad. El conocimiento del público normalmente no pasa de las áreas de esa edificación visibles cuando se visita para obtener o renovar la visa de turismo.

Este edificio fue inaugurado en 1997, cuando la sede diplomática y consular dejó las que fueron sus instalaciones por más de dos décadas, ubicadas en el sector del Parque Nacional, en la manzana comprendida entre las calles 36 y 37 y las carreras 8ª y 13. En ese año el edificio de paredes de hormigón pasó a ser la sede del Ministerio del Medio Ambiente.

Y ya en varias ocasiones, entre ellas 2008 y 2011, el edificio de arquitectura típica oficial de Norteamérica, que semeja una prisión federal, ha sido objeto de obras de remodelación y ampliación.

La construcción ocupa el lugar de la zona bogotana de Puente Aranda en la que entre las décadas de 1950 y 70 funcionó la antigua Bomba Oficial, una estación de servicio de vehículos oficiales de todas las categorías que dependía en un tiempo de un ente conocido como Instituto Nacional de Provisiones (Inalpro), que terminó convertida en cementerio de carros, buses y camiones viejos, incluyendo Mercedes oficiales estrellados y oxidados.

Antes de construir su bunker actual, la Embajada, antiguamente llamada legación, tuvo varias sedes. No existe mucha documentación sobre el particular y menos de los años recientes, seguramente por razones de seguridad. Por ello, para tratar el tema hay que acudir casi que a la tradición oral.

La primera sede de Estados Unidos en Bogotá de la que se tenga memoria, principalmente literaria, es la que en 1891 estaba situada en la carrera Séptima entre calles 13 y 14, costado occidental, donde años más tarde fue el primer almacén Ley de la capital y donde hoy en día hay varios edificios en los que funcionan despachos de la Policía, juzgados y oficinas de abogados.

Durante los primeros años del siglo XX, esa legación estaba en la carrera Séptima con 23, en una casa como balcón que al parecer aún existe.

En la década de 1940 la Embajada ocupaba oficinas en el Edificio José Joaquín Vargas, que hace parte del llamado complejo Virrey Solís, una copia a escala nuestra de edificios neoyorquinos, que fue propiedad del millonario dueño de las tierras de El Salitre, con cuya fortuna se creó la Beneficencia de Cundinamarca. Estos edificios, que son bienes de interés cultural, fueron construidos por la firma Uribe y García Álvarez

El 9 de abril de 1948, cuando ocurrió el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y la destrucción de una parte importante del centro bogotano, la Embajada estaba en ese edificio de la carrera 9 entre calles 11 y 12. La entonces primera dama –dama de pantalones–, Bertha Hernández de Ospina, ordenó que uno de sus hijos fuera llevado a la oficina del embajador. En caso necesario, el hijo debía ser trasladado a Estados Unidos para ponerlo a salvo y para que hiciera compañía a sus hermanos.
 

Para la década de 1950, cuando se abría la carrera Décima y se construían a lado y lado de la moderna vía edificios de oficinas de alturas hasta entonces no conocidas, la Embajada Americana funcionaba en el edificio de Seguros Bolívar, obra de Cuéllar Serrano Gómez, compañía autora de una parte importante de las torres de esa calle que estuvo de moda y que fue uno de los grandes negocios de la historia inmobiliaria de Bogotá, por la inusitada valorización que generó.

En la década de 1970, la Embajada construyó su primer edificio propio, situado en el Parque Nacional, entre las carreras 8ª y 13 y las calles 37 y 38, en una manzana completa ubicada donde alguna vez estuvo el exclusivo colegio de mujeres Sacre Coeur, que dio nombre al sector, conocido en el mapa capitalino como Sagrado Corazón.
Esta construcción de la embajada, obra de la firma Drews y Gómez, de cinco pisos, hecha en concreto y casi sin ventanas, hizo frente a los 25 años siguientes, en los que el país soportó dificultades de orden público. El edificio no estuvo exento de lamentables atentados de la mafia.

Aún están frescas en la memoria las enormes verjas de esta sede, los policías acostados eléctricos en todas las calles que lo rodean y tal vez los primeros bolardos que se conocieron en la ciudad, unos mojones enormes y macizos de color verde oscuro, ubicados en las esquinas para evitar impactos con vehículos suicidas.

También se recuerdan las filas de solicitantes de visas que llegaban puntuales o perdían las citas, carteleras con advertencias severas y quisquillosas y unas carpas grises donde esperaban, en medio del frío, la anhelada bendición consular estampada en los pasaportes o la humillante revocatoria del permiso para ir a conocer Disneyworld.

Las necesidades de seguridad de la Embajada crecieron a medida que se profundizaron los problemas de orden público del país y que aumentó la cifra de colombianos interesados en unirse a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades, situación que se agravó a mediados de la década de los 90, durante el desgobierno de entonces, cuyo titular fue despojado precisamente de la visa. Era embajador Myles Frechette.

El Departamento de Estado decidió el ensanche con la construcción del bunker en la 26, obra que aceleró la terminación de vías como la carrera 50 y el poblamiento de la zona en la que se construyó la Fiscalía General de la Nación, el Tribunal Superior de Cundinamarca y un poco más allá la Gobernación del departamento.

Estas instalaciones, como decíamos, ya han tenido que ser ampliadas debido a la demanda de trámites por parte del público colombiano.

Poco sabe el ciudadano común qué hay dentro de esa edificación situada estratégicamente cerca del aeropuerto capitalino. Los solicitantes de visas solo pueden ingresar a una parte y por lo demás, ni siquiera entran al edificio, sino que permanecen en un galpón casi al aire libre.

Algunos, por razones profesionales hemos logrado franquear las pesadas puertas de cristal blindado y subir en ascensor a pisos en los que funcionan las oficinas diplomáticas, con medidas de seguridad estrictas, pero similares a las que se aplican en entidades oficiales colombianas.

El ambiente parece el de algunas películas. Los muebles que hay en la embajada gringa llegan desde Estados Unidos y dentro del misterio que envuelve la sede, hay quienes dicen que se guardan provisiones para varias semanas por si llegara a presentarse una situación grave en el país.

Por un costado poco visible al público funciona una extensa área dedicada a asuntos de seguridad. Allí ingresan decenas de vehículos con placas diplomáticas, y funciona un taller de mecánica.

Nada extraordinario. Como no tiene nada de extraordinario la Embajada, que se convirtió en un edificio más en el paisaje de la ciudad.