lunes, 29 de agosto de 2011

Rascacielos en Colombia

El antiguo Hotel Bacatá, que durante cuatro décadas existió en la calle 19 con carrera quinta, del centro de Bogotá, una zona hoy en desgracia pero que en alguna época fue segura y moderna luego de que se abriera esa avenida, está a punto de desaparecer en medio de una demolición silenciosa, y de sus antiguos diez pisos quedan dos o tres envueltos en tela.

El hotel se había venido a menos, como pasó con otros de la zona, y se había especializado en epicentro de reuniones de ONG’s de derechos humanos.

En su lugar se anuncia la construcción de una descomunal mole de 66 plantas (sí, 66) o 216 metros de altura, con lo cual, el día que se termine, estamos hablando del edificio más alto de Colombia sin duda ninguna y no de los más elevados de Latinoamérica.

La demolición del Bacatá avanza rápidamente –aunque no con cargas controladas de dinamita, como en Nueva York, sino a mano–, y un aviso de la curaduría urbana respectiva da cuenta de que allí se construirá el edificio de 66 pisos.

El letrero precisa que la obra que allí se construye, a cargo de BD Promotores Colombia,  incluye vivienda multifamiliar, comercio y servicios turísticos, profesionales y técnicos, con 722 cupos de estacionamiento y 7 unidades comerciales. Locales, suponemos. De todo, como en botica.


Y otra valla instalada en lo que fuera la entrada al lobby del Bacatá promociona el Hotel Augusta, “toda una experiencia”.

No dudamos que una obra de tan colosales dimensiones puede dejar en un punto alto los objetivos de renovar el centro de Bogotá, que lentamente se abre paso, y transformar sus manzanas vecinas hoy tan deterioradas, en un sitio con una alta calidad de vida y cotizado en el valor de la propiedad.

Con todo, preocupa que esta obra, dado su tamaño, termine por saturar la capacidad de las reducidas calles cercanas y cause un impacto negativo.

El arquitecto Willy Drews afirmó hace poco que "una construcción de tan alto impacto no puede implantarse impunemente en cualquier sitio de la ciudad. Los rascacielos han pasado de moda por ineficientes y solo se construyen donde la opulencia y la prepotencia los exigen, o donde su finalidad es lavar dinero. Quienes quieren Dubaitizar el centro de Bogotá, lo más que lograrán será Panamatizarlo", sostuvo en un escrito publicado declaró en el diario El Tiempo.

Pasaron varias décadas sin que se construyeran en Bogotá edificios de gran altura como los que estuvieron de moda en el mundo –y Colombia no fue la excepción– en la décadas de 1960 y 70. De esa época quedan como testigos los edificios Avianca, Seguros Tequendama, antiguo Hotel Hilton. Bancafé (ahora Davivienda) y la Torre Colpatria, todos por los 40 pisos: Y también el edificio Coltejer, de Medellín. Un poco más tarde la Torre de Cali.

Por entonces había varios proyectos que nunca se ejecutaron, como los edificios de la Caja Agraria, de 40 pisos, que se planeó para la esquina de la carrera 7 con 24, donde hoy hay un negocio de pollo asado, y una gran torre de la misma altura que se pensó construir en el antiguo Palacio de Justicia, destruido tras la toma guerrillera de noviembre de 1986.

También quedó sin construir un edifico un poco menor que el italiano Vicente Nasi proyectó encima del local del tristemente célebre restaurante Pozzetto,  en la carrera Séptima con 61.

Y fracasó, aunque por otros motivos, la Torre de la Escollera, que comenzaron a construir en la zona cartagenera de Bocagrande y cuya estructura metálica se torció con el viento pocas semanas más tarde.

Cuando se habla de historia de los edificios en el país, se mencionan distintas obras como el primer “rascacielos” que hubo en el país. Unos dicen que fue el edificio Cubillos (o Andes) en la Jiménez con Octava, de Manrique Martín e hijos, y de solo 8 pisos. Otros que el del Banco de Bogotá en la Décima con 15, diseñado por Skidmore, Owings y Merrill en Nueva York, y hoy en tristemente deteriorado y con nuevo uso. Pero claro, estamos hablando de cosas diferentes, pues estas obras son de épocas y técnicas distintísimas.

Y siempre ha habido competencia entre distintos países o ciudades de un mismo país para quedarse con el campeonato del edificio más alto.

Esos hermanos pequeños de los skycrapers neoyorquinos o los arranha-céus brasileños, pasaron de moda, pero ahora parece resurgir la tendencia de construir en altura y densificar las áreas, habida de cuenta de una supuesta escasez de terreno urbanizable, especialmente en la capital del país.

Los propios multifamiliares de apartamentos que están creciendo como matas en varias partes de Bogotá son ahora muchos más altos, tienen mayor densidad y se perfilan a lo lejos como lápices.

Y es especialmente notorio el caso de la zona turística cartagenera de Castillogrande, donde en última década han surgido como hongos delgadas y altas torres de apartamentos, muchas de ellas de más de 30 pisos, que a la vista pareciera que no pudieran soportar tanta altura y fueran a hundirse o a inclinarse algún día, máxime si se tiene encuentra el terreno, tan próximo a la arena marina.

Todos soñamos con la renovación y resurrección del centro histórico de Bogotá, que puede ser en pocos años un sitio envidiable en calidad de vida y atracción para nacionales y extranjeros. BD Bacatá, como se llama el proyecto, puede ser el impulso  que se necesita. No es bueno ser escépticos, pero en este caso, como en el cuento de santo Tomás,  hasta no ver no creer.











viernes, 26 de agosto de 2011

No graff, no life

|La muerte absurda y triste –¿cuándo no lo es?– de un adolescente que pintaba signos bajo un puente, puso en primer plano el mundo de los grafiteros en Bogotá.

Ha quedado la sensación de que a este muchacho le quitaron la vida por estar armado con un spray o que el hecho de pintar letreros con atomizador o con rotulador sea una actividad criminal y eso debe ser aclarado para que se haga  justicia.

No han sido ajenos nuestra ciudad ni nuestro país a la expresión visual que comprende el término grafiti, o sea, pintar en los muros y otras superficies.  Pero existen divergencias entre quienes lo ven como arte callejero, medio de comunicación o cultura urbana, y otros –incluyendo algunos policías– como vandalismo o actividad subversiva.

Grafiti –así se escribe en castellano–  es palabra plural tomada del italiano graffiti,  que significa pintada, generalmente sobre mobiliario urbano. La RAE habla también de grafito (plural grafitos) y conviene precisar que pese al uso extendido, graffiti en italiano es voz plural de singular graffito.

Arte, movimiento juvenil urbano, estilo de vida y forma de comunicación, son algunos de los sinónimos de esta actividad, cuyos militantes tienen detractores y defensores.



Los viejos educadores, aquellos que decían que la letra con sangre entra, también inculcaban a los alumnos que la pared y la muralla son el papel de la canalla. Los contestatarios lo matizaron diciendo “papel del que no calla”.

El semiólogo Armando Silva afirma que el arte y el grafiti son expresiones del hombre contra los mecanismos de represión.

Las pintadas datan prácticamente de la aparición del ser humano. Recuérdese que en las cavernas y en las catacumbas se hallaron interesantes inscripciones.

El término de origen italiano se puso de moda en los años 70, que fue cuando los letreros como expresión urbana se popularizaron de la mano del hip-hop.

Hay quienes lo dividen en grafiti público y grafiti privado.

Se crearon diversos estilos, como las letras en forma de burbuja o las que semejan arabescos o terminan en flechas, y hay actitudes, formas y técnicas, como el tag (la simple firma o sello personal), el esténcil y diversas plantillas que permiten instalar rápidamente el mensaje y el tiempo que el artista está expuesto a ser detectado.

Otro estilo es el trhow up, que traducen como vomitar pintura o figuras. La pichação (pichación, arte de pichar) es una forma de grafiti aparecida en São Paulo en los años 80 y que aún se ve en las partes altas de los edificios de esa y muchas otras ciudades brasileñas.

¿Quién no ha escrito en el baño? “El futuro del país está en sus manos”, decía frente a un orinal universitario.

Al principio las grafitis se hacían con aerosoles comunes, pero en los años 90 aparecieron en España sprays especiales. Con el tiempo, las autoridades de algunas partes facilitaron espacios para hacer letreros y figuras, y las gentes inmersas en el mundo del grafiti organizan festivales.

En nuestro medio, todo nos llega tarde, como en el poema de Julio Flórez,  y una década después del 2000, sitios de nuestras ciudades comienzan a llenarse de grafitis, en unos casos ingeniosos y elaborados, y en otros repetitivos y dañinos de la propiedad privada.

No nos referimos a los letreros políticos o de protesta social, que llevan varias décadas, como los eternamente izquierdistas de la entrada principal o de la plaza principal de la Universidad Nacional en Bogotá. Ni tampoco aquel que dio origen en Argentina al grupo Vilma Palma e Vampiros. Ni tampoco al simple hecho de pintoretear.

Hablamos de esos dibujos de colores que cubren enormes paredes con letras y figuras, casi siempre en zonas marginales o casi marginales.

Lo cierto es que estos grafitis a menudo dañan la estética o la propiedad privada. O para decirlo más claramente, a los grafiteros a veces se les va la mano y se creen con derecho a invadir visualmente tramos de nuestras ciudades.
En esto Nueva York lograron un equilibrio entre la prohibición y la permisividad. En la Gran Manzana la pintura contra vagones del metro y culatas de edificios de Brooklyn y del Bronx adquirió en los 80 y 90 niveles de pesadilla. Y hubo una unidad especializada contra los grafitis, además de sanciones contra los que usaban el atomizador como arma.

En Bogotá hacer grafitis no es delito, sino contravención del Código de Policía. No se puede detener a una persona por hacerlo, pero sí la pueden obligar a borrarlo o a pagar una multa a favor de los afectados.

Quizá se crea en la capital colombiana que las medidas represivas sean exclusivas de la ciudad. Pero en las grandes ciudades de EEUU y en algunos países europeos pintar grafitis sin autorización conlleva cuantiosas multas, además de la limpieza de lo pintado. Ello aunque existan allí sitios y hasta estímulos para hacer este tipo de manifestaciones.

En esto, como en todo, un poco de orden ayudaría por igual a los artistas del spray, a los propietarios y a los puentes, viaductos, caños, barandas, edificios y locales, que generalmente se ven mejor sin pintura.

No tiene nada malo dar color a una tapia o un túnel, pero nadie podría discutir que “vomitar” un spray sobre una casa colonial o las paredes de la Catedral, el Capitolio o el Palacio de Justicia es una afrenta contra el patrimonio. Y no creemos que al dueño de un inmueble le guste que le “decoren” algo que obtuvo con tanto esfuerzo.

Los que cultivan este arte tienen derecho a expresarse y a comunicarse en esa forma. Pero esa libertad choca con las de quienes, a nombre de la autoridad del Estado, consideran que tienen la obligación de imponer el orden. Aunque a veces cometan desafueros y excedan esa misión contra quienes actúan, piensan o lucen diferente. O los que tienen esta condición de vida, como reza un grafiti varias veces estampado en paredes de Bogotá, cuyas palabras titulan este escrito.

jueves, 25 de agosto de 2011

Grandes Bibliotecas de Bogotá

Hay quienes tienen la tendencia de juzgar a las personas por el tamaño y la calidad de sus bibliotecas. Esto conlleva para esos aficionados, entre otros problemas, padecer de dolores e cuello o ligeras desviaciones de la cabeza, acostumbrada a inclinarse para leer en los lomos los nombres de libros y autores.

También hay quienes aseguran que hubo un importante político que mandó a hacer una biblioteca por encargo, literalmente; o sea, por metros. Y no era por el tamaño de los estantes, sino por unos metros de libros para llenarlos.

La generación actual pensará que una biblioteca no sirve para nada, cuando prácticamente todo se puede conseguir en Internet con una sencilla búsqueda. Incluso hay quienes van más lejos y creen que los libros deben ir a la basura.

Podría uno recordarles que la biblioteca de Alejandría, que reunía todo el saber de la época,  se quemó 48 años antes de Cristo. O que en siglos más recientes,  los libros eran incinerados en piras. Y los nazis no fueron los últimos en hacerlo.  Hace menos de diez años en Irak quemaron un millón de libros.

En cuanto a bibliotecas privadas en el país, las primeras fueron las de los conventos, en una época en la que había pocos libros, pues aún no se producían en el territorio nacional, y los pocos disponibles llegaban de Europa en barcos después de meses de viaje.

La primera biblioteca pública que hubo en la antigua Bogotá existió en tiempos del virrey Guirior, en 1777, en el sitio que hoy ocupa el Palacio de San Carlos, y según los historiadores, tuvo 13.000 volúmenes.

Se dice que el sabio Mutis era un hombre ávido de libros y tenía una de las mejores bibliotecas privadas de finales del siglo XVIII. Mutis se valía de los viajeros para encargar largas listas de libros.

Es de suponer que hombres como Nariño, Caldas, Camilo Torres y otros jóvenes intelectuales de su época tuvieran colecciones bibliográficas.

Tener bibliotecas personales sería más fácil desde mediados del siglo XIX, cuando aparecieron varias imprentas en el país y se habían establecido algunas librerías. No simples papelerías o puntos de venta que siempre tienen los libros de las mismas dos o tres mismas editoriales, como ocurre ahora.

Fue el caso de la Librería El Neogranadino, regentada por el francés Simonnot, la de Fidel Pombo, La Barcelonesa, la Librería Americana, de Miguel Antonio Caro; la Colombiana, de Salvador Camacho Roldán; la Librería Nueva, de Manuel Pombo, hermano del poeta Rafael Pombo, y la librería de Torres Caicedo.

En el siglo XX los políticos y hombres de Estado, generalmente abogados, poseían bibliotecas personales de alguna importancia.

Fueron famosas algunas bibliotecas de la ciudad. Otras fueron un coto cerrado para sus propietarios. Y algunas de éstas se conservan transportadas como fondos a las mayores bibliotecas del país.

A partir de los años 40, cuando se construyeron grandes casas de estilo europeo, el salón de estudio, escritorio o biblioteca se convirtió en habitación importante.

Recuerdo haber estado en el estudio de la casa del ex presidente Darío Echandía, convertido en cafetería en una avenida venida a menos, ahora zona universitaria. Aún quedaban en los anaqueles de madera de la casa de estilo inglés, heredada por familiares del jurista tolimense,  algunos tomos con las iniciales de su propietario en el lomo. Pero hoy vergonzosamente esos anaqueles son parte de un negocio de focopias.

Con el tiempo, la muerte de sus propietarios y la reducción de los tamaños de las viviendas, las bibliotecas personales tendieron a desaparecer.

Aunque los ejemplos son odiosos, no tendría sentido hablar del tema sin explorar las bibliotecas famosas de Bogotá en las décadas recientes.

Eduardo Santos, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez las tuvieron de gran tamaño, aunque de temas algo diferentes entre los dos primeros y éste último, desde luego.

Otras grandes bibliotecas citadas por los historiadores fueron las de Rufino José Cuervo, que pasó a la Universidad Nacional; la de Miguel Antonio Caro, la de Marco Fidel Suárez, la de Laureano García Ortiz y la de Carlos Lozano y Lozano.

En una especie de ranking –cualitativo, no cuantitativo-, siempre habrá que comenzar por la biblioteca del filósofo bogotano Nicolás Gómez Dávila y la del hacendista Alfonso Palacio Rudas, conocido con el seudónimo de “el Cofrade”.

De la de Gómez Dávila, el historiador Arnold Toynbee dijo que era la mejor biblioteca privada que había conocido en sus viajes.

Casa de Nicolás Gómez Dávila, en el barrio El Nogal, que se salvó de la demolición. Sus compañeras de las otras tres esquinas no tuvieron tanta suerte.

Esta colección que “Colacho” atesoraba en su casa de estilo Tudor de la carrera 11 con calle 77, de Bogotá (del arquitecto Pablo de la Cruz), fue a parar a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Obras desde el siglo XV, casi siempre en idioma original, centradas en las humanidades, con predominio de ediciones en latín, griego, alemán y francés.

Gómez Dávila tuvo curiosidades como las primeras ediciones de "Elegías de Varones Ilustres de Indias", de Juan de Castellanos, y "Genealogías del Nuevo Reino de Granada", de Juan Flórez de Ocáriz, y por supuesto, varios incunables.

Eran dos o tres filas de libros superpuestos, según su hija Rosa Emilia Gómez de Restrepo, quien recuerda que la biblioteca era su mundo y ahí vivía, leía, escribía y se reunía con sus amigos, hasta el punto de que cuando se enfermó y estaba a punto de morir, bajaron la cama a la biblioteca. Nos recuerda el sepelio de Saramago.

La de Palacio Rudas ocupaba gran parte de su casa del Chicó, en la esquina de la calle 93 con carrera 11 A –hoy cotizada zona de restaurantes–, que tenía un volumen de dos pisos para albergar sus libros. La casa aún existe, pese a que el terreno es bastante apropiado para construir un edificio, pero la propiedad quedó subdividida en bares, restaurantes populares y una discoteca de vallenato. Entretanto, los libros, cifrados en 41.457, con énfasis en economía y política, pasaron  al Banco de la República y se albergan en la Casa Museo del pintor Ricardo Gómez Campuzano, en la calle 80 con 9a.

Estado actual de la casa de Palacio Rudas y la bóveda de la biblioteca en el segundo piso. La fachada fue burdamente alterada para instalar bares de segunda categoría

Carlos Lleras Restrepo, experto en materia de economía y aficionado a la poesía, además de estadista, tenía una riquísima colección bibliográfica, pero ésta fue pasto de las llamas el 6 de septiembre de 1952, cuando su casa fue incendiada por las fuerzas de seguridad del gobierno de entonces.

La de Lleras, en parte dedicada a la hacienda pública, no solo era rica en volúmenes, sino que se destacaba por la riqueza misma de los estantes hechos por Boris Sokoloff. Su hijo Carlos Lleras de la Fuente, testigo del crimen, dice que se arruinaron ese día 7.000 libros. De éstos, 3.000 se destruyeron cuando una bomba fue lanzada por los autores del incendio, que también robaron libros y documentos. 

El gran colombiano la reconstruyó hasta donde pudo durante sus siguientes cuatro décadas de vida, llegando a los 30.000 libros,  y luego de su muerte, sus familiares la vendieron a la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que también adquirió la bella casa de la calle 70A con carrera 7a., obra del arquitecto Otto Marmorek.
La biblioteca de Carlos Lleras ocupaba el estudio de la primera planta y parte de la mansarda de su casa,  incendiada en 1952 y reconstruida en poco tiempo

El librero Hans Ungar tuvo una biblioteca de renombre su casa de la 80 –dicen que tuvo 25.000 libros–, obra del arquitecto hispano-colombiano Fernando Martínez Sanabria, quien dicho sea de paso, tenía un enorme estudio tapizado de libros en el edificio en el que vivió, éste en la 7a. con 84.

Mientras tanto, los 10.000 volúmenes de Álvaro Gómez Hurtado, hoy reposan en la biblioteca de la Universidad Sergio Arboleda.

Hace pocos años el ex presidente Belisario Betancur, hombre de libros y alguna vez editor, se desprendió  de 20.000 libros y los donó a la Universidad Bolivariana de Medellín.

Otras bibliotecas dignas de resaltar fueron las de Jorge Ortega Torres,  Fernando Hinestrosa Forero, Bernardo Ramírez y Howard Rochester.  

Juan Gustavo Cobo Borda cedió  20.000 mil títulos, con énfasis en poesía, si bien su apartamento continúa con las paredes tapizadas de libros, mientras las publicaciones se apilan en mesas y en el suelo.

Me llamó la atención una pared completa de una habitación dedicada a Borges. Solo de Borges y sobre Borges, me aclaró. Y quince tomos de obras completas de Octavio Paz.

Aunque el inventario incurra en omisiones, destaco también la de Alberto Dangond Uribe, que sale del estudio y recorre los pasillos de su casa del barrio Santa Ana.

No obstante, para los biblio-historiadores, después de la biblioteca de Gómez Dávila, la más importante que hubo en Bogotá fue la de Bernardo Mendel, vendida en los años 60 a la Universidad de Indiana, y formada por 30.000 volúmenes.

Mendel nació en Viena en 1895 y llegó en 1928 a Colombia, donde estuvo  hasta 1952. Se dice que sacó sus libros del país luego de fracasar en su intención de dejarlos en Bogotá, donde tocó varias puertas sin éxito.

A quienes tuvimos una gran biblioteca familiar, todo esto nos recuerda a esos papás intelectuales que salían de la Lerner o de la Buchholz con varios libros debajo del brazo.

Y como el famoso político de la biblioteca por metros, digamos que  los libros decoran. No corren buenos tiempos para el libro, amenzado por el estrecho tamaño de la vivienda y por los libros electrónicos.

Pero los e-books que bajamos de Internet en sistemas de lectura como el Kindle, no se pueden acariciar como los de papel, ni anotar con lápiz al margen, ni apilarse para deleitar la vista, ni dan calor.

Como dice la canción de Juan Luis Guerra, ni es lo mismo ni es igual.











viernes, 19 de agosto de 2011

Cuba y Venezuela: coincidencias sobre ruedas.



Muchos hombres nacieron jugando a los soldados, a los vaqueros o a los futbolistas, y algunos, o todos en algún tiempo, jugaron con carritos. Desde los de metal traídos de Japón, Taiwán o China; de plástico caídos de una piñata o de madera y tapas de gaseosa hechos por un ebanista en el pueblo. Esa inclinación acompaña a algunos hasta la adolescencia y en ciertos casos graves, en la edad adulta.

Los automóviles se convirtieron, desde su aparición hace más de un siglo, en parte del paisaje y de los rasgos de pueblos y civilizaciones. De ahí que se hablara de los carros americanos, para diferenciarlos de los europeos, por su diferencia de tamaño y consumo.  Y que en años más recientes, se hablara de coches japoneses, por su fisonomía inconfundible, a lo que siguieron los autos coreanos. Ello sin hablar de los automóviles rusos de los tiempos de la Cortina de Hierro, imitaciones de los de Detroit con aletas y enormes motores V-8 .  Y ahora los chinos, que tienen de todo.

La industria automovilística norteamericana tuvo su época dorada entre los años 50, 60 y 70, en las que sus automóviles se caracterizaron por la opulencia, hasta cuando el embargo petrolero dispuesto por los jeques árabes obligó a repensar los tamaños de carrocerías y motores.

Por entonces algunos países eran satélites del mercado automovilístico gringo, especialmente los del área del Caribe.  De aquel esplendor poco queda y diríamos que los vestigios se reducen a dos países: Cuba y Venezuela. Cuyos gobiernos hoy en día andan muy amigos.

Cuba es un verdadero museo de ruedas, pero con piezas de finales de los 50, cuando la revolución de Fidel tumbó a Fulgencio Batista. Los viejos y remendados Ford, Mercury, Chevrolet, Oldsmobile, Buick, Pontiac, Chrysler, Dodge, Plymouth y De Soto sobreviven por las calles de La Habana.

Y Venezuela, que fue tal vez el mejor mercado de carros gringos durante casi cuatro décadas, por la bonanza petrolera y el bajo precio de la gasolina,  ahora está llena de antiguallas, muchas en estado deplorable, ante la mala situación económica del país.

Los Chevrolet Caprice, Impala y Malibú, los Ford LTD y Fairlane, los Chrysler New Yorker y los Dodge Coronet y Dart de los 70 y 80, todos V-8, circulan por las calles de las principales ciudades venezolanas y se niegan a jubilarse.

En Maracaibo, la ciudad petrolera por excelencia, las avenidas de mayor tráfico están llenas de cacharros de éstos, cuyos grandes motores se alimentan a bajo precio con combustible muy barato.

Resulta gracioso, pero cuando las autoridades de la ciudad intentaron sacar de las calles estas lacras de los 70 y 80, los choferes invocaron su derecho al trabajo y las autoridades de la capital del Zulia, por lo demás afines al gobernante de boína roja, les dieron gusto. Y como si fuera poco, terminaron adoptando como parte del folclor de la ciudad la vetusta flotilla de “carros por puesto”, es decir, los que venden sus cinco cupos.

Resultado, aquí vemos un Ford Fairmont 1980, que para su tiempo era un vehículo compacto en EEUU y ahora resulta grande. Y sigue campante de servicio en Maracaibo. Y al lado de compañeros de mayor alcurnia como los cotizados y viejos Caprice y LTD, ostenta con orgullo la placa de la República Bolivariana, lo único nuevo en esa tonelada de lata.

Cuba y Venezuela, guardadas las proporciones, se parecen en algo más que sus sistemas políticos y sus acentos del Caribe.

jueves, 18 de agosto de 2011

La leyenda de El Dorado

Para nadie es un secreto que las ambiciosas y necesarias obras de renovación del aeropuerto El Ddorado, de Bogotá, avanzan lentamente luego de aplazamientos, replanteamientos, revisiones y discusiones, que en algunos casos han terminado en incrementos de presupuesto y cambios en la fecha de entrega final.

Corren tiempos de carruseles de contratación y hay un sentimiento de ira en la capital de Colombia y en el país por el escándalo de la ampliación de la calle 26, que literalmente “conecta” con el aeropuerto. Pero no ha habido –y no se sabe si habrá– un escándalo semejante por las obras de El Dorado. Digamos que por ahora el público e incluso los visitantes, han sido pacientes y acaso indiferentes.

Y, por qué no reconocerlo, la organización de las instalaciones provisionales ha sido un buen trabajo. Tanto que a veces pareciera que el aeropuerto provisional es mejor o funciona mejor en muchos aspectos –baños, iluminación y escaleras eléctricas, por ejemplo– que el viejo aeródromo que operó durante cinco décadas.

Pero es inevitable la preocupación por unas obras que tardarán en total más de un lustro, precisamente en el mejor momento de la recuperación turística de Bogotá y la aceleración económica de Colombia. Porque el consorcio Opain, que ganó el multimillonario banquete y la concesión por veinte años, advirtió el año pasado que los trabajos ya no estarán listos en marzo de 2012, como se convino, sino en julio de 2014. Es decir, una diferencia de casi dos años.

Y nadie se quejó, porque parece que ya los bogotanos perdieron el interés en protestar, cansados de tantos atropellos, expoliaciones y porquerías.

Llama la atención la lentitud con la que se han tomado las principales decisiones dentro del proceso para modernizar El Dorado, proceso que ya pasa de seis años.

Y es que la licitación se abrió en 2005, se adjudicó en 2006, el consorcio recibió el encargo a comienzos de 2007 y un año más tarde ya había desacuerdos inexplicables entre el Gobierno y los directivos de Opain, consorcio ganador, encabezado por el ex ministro Luis Fernando Jaramillo Correa. Por cierto que éste anunció hace poco su retiro en medio de condecoraciones –“por su brillante desempeño profesional”, según un gremio que lo condecoró–, aunque es de suponer que esa brillantez no lo obliga a dejar las ganancias multimillonarias de su visionaria actividad.

¿Y por qué discutía Jaramillo, es decir, Opain, con el Gobierno de entonces? Por un pequeño detalle. Y es que adjudicaron un contrato tasado en 650 millones de dólares sin aclarar la suerte que correría el edificio principal del aeropuerto, del que no se sabía si se demolería, como pensaba todo el mundo. Menos Opain.


En noviembre del 2009, después de consultas a órganos de control, se estableció que no se remodelaría ese edificio obsoleto, sino que se construiría uno nuevo. Como si acaso el objeto de la modernización no fuera salir de semejante esperpento.

El Gobierno dijo la última palabra al consorcio ganador. O sea “sí”. Como ustedes digan.

Otro tanto ocurriría con el transporte masivo por tierra. Es inexplicable que habiendo una fase de Transmilenio hacia El Dorado, que incluso aparece en la maqueta que se exhibe en la actual terminal, salieran a decir que no estaba presupuestado que los buses llegaran a ella. Vergonzoso. Y además costoso.

Porque para terminar el problema, se acordó que la troncal de autobuses llegue al aeropuerto. Sólo que se necesitan dos años de obras, ruido y trancones, y 158.000 millones de pesos.

Un poco de historia

Casi todos hemos escuchado que El Dorado fue construido por el general Rojas Pinilla (1953-57) y eso es verdad. Pero no es que antes no se hubiera hablado de construirlo. Lo que sucede es que para entonces América Latina estaba gobernada casi toda por militares y éstos se caracterizaban por las grandes obras. Y ese el recuerdo que queda.

Bogotá tenía antes el Aeropuerto de Techo, situado donde ahora se encuentra Ciudad Kennedy y que según García Márquez, era “un galpón helado”. Y antes y durante el malogrado gobierno de Laureano Gómez (1950-53) ya se hablaba del nuevo aeródromo.

Según los historiadores de El Dorado, en 1945 Rojas Pinilla, que era ingeniero y que fue jefe de la Oficina de Construcciones Aeronáuticas del Ministerio de Guerra, promovió estudios para el futuro El Dorado.

Este aeropuerto se construyó entre 1955 y 1959, cuando Rojas ya había sido destituido. La constructora fue Cuéllar, Serrano y Gómez.

El proyecto que terminó inaugurando el presidente Alberto Lleras Camargo incluía dos pistas, pero hay quien dice que el mandatario consideró que la obra estaba sobredimensionada.

Todos recordamos en las borrosas imágenes de la infancia las visitas a El Dorado a recoger familiares o las pocas o muchas veces que éramos los viajeros. Sus escaleras eléctricas a menudo dañadas o simplemente apagadas. Su cigarrería, sus cafeterías feas su tienda Duty Free, sus terrazas para ver los aviones, los policías poniendo multas por estacionar al frente, sus infaltables y abusivos maleteros con chaquetas verdes exprimiendo a los turistas con sus cobros excesivos y los viejos taxis plateados de modelos polacos Warszawa, rusos Volga y gringos Ford, De Soto y Checker –estos últimos al estilo de los Yellow Cab neoyorquinos– y una larguísima camioneta de esta marca, de ocho puertas, que recogía los tripulaciones de la desaparecida aerolínea estadounidense Braniff.

Además, el domo del jardín, el túnel hacia el parqueadero, casi siempre cerrado con candado o abierto, pero con goteras y olor a humedad, y sus rincones convertidos en letrinas.

¿Obras insuficientes?

Así las cosas, parece que la remodelación va a tardar más que la propia construcción. Y eso que hace más de medio siglo, cuando nació El Dorado, no había la quinta parte de los recursos técnicos actuales para construir una obra de esas dimensiones.



Pero lo peor de todo es que el Gobierno admite que a pesar de las obras de remodelación y ampliación de El Dorado de Bogotá, la terminal aérea se va a quedar pequeña y ya se habla de la necesidad de nuevos desarrollos. ¿Falta de visión? ¿Estrechez de criterio de los ingenieros?

Las propias aerolíneas advierten que el crecimiento del transporte aéreo va a superar la oferta de El Dorado.

Dentro de este proceso ha habido de todo. La arrogancia del consorcio constructor se hace patente en actitudes como tener que pagar multas que poco deben importar frente la magnitud de la vaca que van a ordeñar. En algún momento la multas eran de 45 millones por cada día de atraso

En fin. El Aeropuerto El Dorado sólo estará listo en 2014, si bien nos va.

El argumento para los retrasos: la demolición del actual edificio, la nueva torre de control y la ampliación del área de estacionamiento de aeronaves. ¿Acaso no habían pensado en eso? ¿Para qué hubo entonces un proceso de selección tan costoso y tan largo?