lunes, 7 de mayo de 2012

Dos barrios, dos artistas y dos obras

Las casas de los artistas colombianos Ignacio Gómez Jaramillo y Manuel Hernández, situadas en sendos barrios de Bogotá,  desaparecieron hace  algunos años dentro del proceso de transformación urbana. En ambos caos, pinturas de los artistas fueron instaladas en los edificios que sustituyeron las viviendas y quedaron como testimonio de sus vidas y obras.


En el  caso de Gómez Jaramillo, el cuadro que ha sido respetuosamente salvado  adorna el vestíbulo de un edificio de apartamentos construido en la calle 85 con carrera novena, en el barrio La Cabrera.

Gómez Jaramillo nació en Medellín en 1970 y murió en Bogotá sesenta años más tarde. Formado académicamente en Barcelona y París, vivió en México, donde estudió pintura mural, especialidad que constituye su obra más destacada, hasta el punto de ser considerado una de las figuras clave en el muralismo colombiano.

El artista pintó dos murales en el Capitolio Nacional, que en 1948, durante el gobierno de Ospina Pérez, fueron cubiertos con cal, después de que el Concejo de Bogotá así lo dispusiera.  Y esto en medio de críticas de la prensa, encabezadas por El Siglo, que dirigía Laureano Gómez y que consideró los frescos como “emboscada a la estética”.

Por entonces, además de obras de Ignacio Gómez,  también cubrieron murales de Pedro Nel Gómez y los murales fueron restaurados años más tarde por  estudiantes de la Universidad Nacional.

Cabe anotar que a las críticas no fueron ajenos El Tiempo, El Espectador y La Razón, que dirigía Juan Lozano. Gómez Jaramillo solo tuvo el apoyo de El Liberal, que dirigía Alberto Lleras y de artistas como el también muralista Luis Alberto Acuña.

Autorretrato de Ignacio Gómez Jaramillo


Ignacio Gómez Jaramillo había sido nombrado en 1946 como segundo secretario de la Embajada de Colombia en México, donde realizó una importante labor de difusión cultural.

Además, entablo amistad con Rufino Tamayo y con los muralistas Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Precisamente este último dirigió una carta  a Ospina cuando el gobierno dio por terminada la misión diplomática del pintor. Los pintores mexicanos pedían que se permitiera a Gómez Jaramillo continuar estudios de pintura, ruego que no fue escuchado.

Gómez Jaramillo vivió en la calle 85 no. 9-15 y en esa zona sombreada por tos urapanes no se salvó prácticamente ninguna de las casas construidas en las décadas de 1940 y 50, en un barrio que quedó en la  literatura como hábitat de “la más aberrante oligarquía”, por cuenta de “Los Elegidos” de Alfonso López Michelsen. Muy cerca vivieron varios dirigentes políticos, por cierto liberales, empezando por Virgilio Barco, cuya casa colindaba con la del pintor
Un hecho semejante ocurrió en la casa del maestro Manuel Hernández, demolida hace más de quince años en el barrio Bella Suiza para construir apartamentos en ese apacible sector que lleva el nombre de un restaurante de carretera, famoso hace más de medio siglo, cuando la ciudad no había empezado a devorar la Sabana.

Hay quienes consideran a Hernández como el valor más alto en el arte abstracto y lo sitúan a la altura de aquellos que llamaran intocables –Negret, Obregón,  Ramírez Villamizar, Grau y Botero–, aunque quizá no se ha hecho justicia con su obra.   

Nacido en Bogotá en 1928, Manuel Hernández estudió Artes en la Universidad Nacional de Colombia, de la que fue profesor por muchos años; en la Academia de Bellas Artes de Santiago de Chile, en Roma y en el Art Students League, en Nueva York. Sus pinturas se han expuesto en casi todos los continentes.

De labios del pintor oímos detalles de la operación que remplazó su casa por edificios diseñados por el arquitecto Billy Goebertus, en cuya última planta se hizo un amplio apartamento para el artista, que alberga muchas de sus obras.

En este caso, como en el de Gómez Jaramillo, una obra temprana y por ello muy valiosa de Hernández adorna la entrada de su edificio, bautizado Lausana, en ese lindo barrio bogotano de la Bella Suiza, donde casi todas las construcciones llevan nombres de la nación helvética.

La presencia de estos óleos de Gómez Jaramillo y Hernández en las puertas de sus casas reivindica sus obras y queda como recuerdo de las que fueran sus moradas.



jueves, 3 de mayo de 2012

Vías peatonales para carros y andenes para bicicletas y vendedores

Calle 14 con cra. 7a. El que fuera edificio del Grupo
Grancolombiano y ahora es sede judicial, tiene la
vía peatonal de estacionamiento de carros oficiales

El crecimiento demográfico y  el incremento del tráfico forzaron en las décadas de 1960, 70 y 80 la aparición de las primeras calles peatonales en las ciudades de muchos países. Colombia no fue excepción y en el centro de Bogotá, la insuficiencia de espacio llevó a las autoridades a convertir en peatonales varias calles.

Ese fue el caso, primero de las dos calles que de marcan la plaza de Bolívar, y más tarde de la 14 y 16 entre las carreras 5a, 7a y siguientes hacia el occidente, y algunas otras.
El parque Santander se agrandó en los 80 con la calle
16, frente a la torre de Avianca. Ahora los carros circulan
sin problemas y la secretaría de Gobierno de Bogotá
tiene convertido el lugar en estacionamiento.


Estas medidas constituyeron un desahogo en vehículos y un alivio en materia de espacio para los peatones. 

Bogotá dio un paso adelante en 1976 con la creación de las primeras ciclovías,  una costumbre dominical que pronto se extendió a otros países y que se complementó en la década de 1990 con las ciclorrutas, que hoy se mantienen en una extensión de cerca de 350 kilómetros.
Calle 10 hacia el occidente. para pasar hay
que esquivar ventas callejeras.

Pero estos avances fueron otras víctimas de la mala hora por la que atraviesa Bogotá después de años de trabajo y grandes resultados, de la mano de autoridades corruptas, mediocres e ineficientes.
Basta dar un vistazo para ver que las calles peatonales no solo están en mal estado sino que sirven para todo menos como vías para el tránsito de peatones. Las hay llenas de vendedores, con las baldosas rotas, convertidas en estacionamiento de carros oficiales o lugares para el paso de vehículos que tienen el descaro de pitarles a los transeúntes.
Con mística y cultura ciudadana, vemos habitantes de la ciudad que utilizan las ciclorrutas para llegar en bicicleta a sus trabajos, pero esas vías se encuentran en ocasiones con vendedores ambulantes invadiéndolas. O lo que es peor, sirven para el paso de vehículos de dos ruedas. Sí, de dos ruedas. Y hasta de tres, pues pasan bicicletas y triciclos de carga con pedidos para negocios u motocicletas a gran velocidad, retando a los peatones que persistan en ir por su camino a que se quiten, antes de ser embestidos por detrás.
Vía peatonal semidestruida en la que fuera la zona financiera
del Bogotá gran parte del siglo pasado
En el año 2000 la alcaldía de Bogotá promovió una exposición denominada así, dentro de su estrategia para concientizar a los ciudadanos de que el interés colectivo prevalece sobre ese espacio público.

Y es que en el medio capitalino los habitantes se encuentran a diario con abusos contra las áreas que son de todos y que en bastantes casos se convierten en propiedad privada.
Las bicicletas no usan esta ciclorruta 
en San Victorino. Los vendedores sí.

Ciclorruta en la 22 con 7a. No hay
lugar para peatones.

Ciclorruta que se adentra en la tenebrosa carrera 12,
zona de bodegas de reciclaje, ollas de droga y prostíbulos



Camino al teatro Colón

Como en otros casos, la solución tiene dos ingredientes, cultura, que significa educación y respeto por los demás; y autoridad, que implica el cumplimiento del deber por parte de quienes fueron elegidos para  desempeñar cargos públicos.