lunes, 6 de agosto de 2012

El negocio del transporte y el SITP


Bogotá, la ciudad más grande de Colombia, posee también el peor sistema de transporte urbano del país, si es que puede llamarse sistema a un negocio que desde hace medio siglo engorda las barrigas de empresarios privados.  


Exceptuando, desde luego, el sistema Transmilenio, establecido en tiempos del alcalde Enrique Peñalosa hace doce años y que es el único esfuerzo serio de resolver el problema que se ha concretado en todas estas décadas. Tanto que aún hasta sus detractores, los alcaldes posteriores, viven del invento.


Pero es sabido que Transmilenio fue concebido como parte del Sistema Integrado de Transporte Público y ambas cosas han sido dilatadas en las últimas administraciones capitalinas, con negligencia y mala fe, hasta llegar a comprometer su supervivencia.


Al nuevo alcalde se le ha oído decir que el SITP va a entrar en operación gradualmente en este segundo semestre y para ello supuestamente se hacen pruebas piloto. Ojalá así fuera, por el bien  de los habitantes de esta ciudad convulsionada por la inoperancia de sus autoridades. Pero aún no  se ve mayor cosa.


A nadie le cabe en la cabeza que en pleno 2012 los habitantes de una ciudad de cerca de 8 millones de habitantes tengan que acudir para llegar a sus sitios de trabajo, estudio, negocio o familia en vehículos tan inapropiados, que se detienen en cualquier parte y que hacen recorridos eternos, contaminando el ambiente, maltratando a los pasajeros y estorbando a los demás, lo que se traduce en una gran pérdida de tiempo.


Hace diez años el expresidente Alfonso López Michelsen se refirió al problema de las chimeneas ambulantes con algo de preocupación por su impacto en la calidad de vida de los capitalinos.


“Es un sistema prácticamente inexplicable. Cien buses con un solo pasajero, con el precio de la gasolina subiendo de mes en mes. Haciendo recorridos larguísimos, un bus detrás de otro, sin que uno se explique cómo pueden sostener económicamente personas sin recursos ese gasto consistente en el precio de los combustibles y en el desgaste de los equipos”, declaró el fallecido estadista al periodista Carlos Gustavo Álvarez.1


Pero López seguramente sabía que detrás de esos convoyes de chatarra, de carromatos de circo, de buses destartalados y humeantes, se esconde un gran negocio que pasa como servicio desde hace cinco o seis décadas.


Uno se pregunta por qué en las avenidas de Bogotá los autobuses no circulan con una frecuencia determinada, cada 5 o cada 10 minutos, por ejemplo, sino que transitan de tres en tres de compañías diferentes en una guerra por los pasajeros. Y por qué generalmente no se detienen en las paradas demarcadas sino en otras partes –incluyendo la mitad de las vías–­, en una especie de reto a las normas. Parecen marcando territorio.


Esa es la explicación por la que se retrasa y se aplaza cada dos o tres meses la entrada en marcha del Sistema Integrado, que contempla medidas tan elementales como tener vehículos apropiados, paraderos fijos, tarifas unificadas y una administración de horarios y frecuencias, y conductores medianamente calificados.


En cuanto a la parte ambiental, Bogotá se ha hecho legendaria por su atmósfera turbia  y negra, y sus edificios manchados por el humo de los buses viejos. Tampoco a nadie le cabe en la cabeza que puedan circular estos generadores de gas carbónico y que las autoridades no hagan nada.  En eso tiene mucha responsabilidad la mala calidad del combustible nacional.


Pero dentro de este panorama de confusión, sale a decir un ministro de Minas  que el diesel que se vende en Bogotá es tan bueno como el de Frankfurt o de Boston.  Uno se pregunta si el diesel que se vende en Colombia es uno de los más limpios del mundo, con qué clase de purgante trabajan los buses y busetas de Bogotá, inclusive los articulados de Transmilenio.


Y mientras tanto se mantiene el negocio para los transportistas y el suplicio para los habitantes de la ciudad. La administración actual tiene en sus manos la posibilidad que desecharon casi todas las anteriores de pasar a la historia. Pero por ahora todo son globos, como los del tranvía, el tren ligero, el metro ligero y otras tonterías que tiene de todo menos hacerse ligero. En esto no se puede seguir improvisando y dilatando.



(1)  Bogotá de Memoria. EPM, Bogotá 2002