Hay quienes tienen la tendencia de juzgar a las personas por el tamaño y la calidad de sus bibliotecas. Esto conlleva para esos aficionados, entre otros problemas, padecer de dolores e cuello o ligeras desviaciones de la cabeza, acostumbrada a inclinarse para leer en los lomos los nombres de libros y autores.
También hay quienes aseguran que hubo un importante político que mandó a hacer una biblioteca por encargo, literalmente; o sea, por metros. Y no era por el tamaño de los estantes, sino por unos metros de libros para llenarlos.
La generación actual pensará que una biblioteca no sirve para nada, cuando prácticamente todo se puede conseguir en Internet con una sencilla búsqueda. Incluso hay quienes van más lejos y creen que los libros deben ir a la basura.
Podría uno recordarles que la biblioteca de Alejandría, que reunía todo el saber de la época, se quemó 48 años antes de Cristo. O que en siglos más recientes, los libros eran incinerados en piras. Y los nazis no fueron los últimos en hacerlo. Hace menos de diez años en Irak quemaron un millón de libros.
En cuanto a bibliotecas privadas en el país, las primeras fueron las de los conventos, en una época en la que había pocos libros, pues aún no se producían en el territorio nacional, y los pocos disponibles llegaban de Europa en barcos después de meses de viaje.
La primera biblioteca pública que hubo en la antigua Bogotá existió en tiempos del virrey Guirior, en 1777, en el sitio que hoy ocupa el Palacio de San Carlos, y según los historiadores, tuvo 13.000 volúmenes.
Se dice que el sabio Mutis era un hombre ávido de libros y tenía una de las mejores bibliotecas privadas de finales del siglo XVIII. Mutis se valía de los viajeros para encargar largas listas de libros.
Es de suponer que hombres como Nariño, Caldas, Camilo Torres y otros jóvenes intelectuales de su época tuvieran colecciones bibliográficas.
Tener bibliotecas personales sería más fácil desde mediados del siglo XIX, cuando aparecieron varias imprentas en el país y se habían establecido algunas librerías. No simples papelerías o puntos de venta que siempre tienen los libros de las mismas dos o tres mismas editoriales, como ocurre ahora.
Fue el caso de la Librería El Neogranadino, regentada por el francés Simonnot, la de Fidel Pombo, La Barcelonesa, la Librería Americana, de Miguel Antonio Caro; la Colombiana, de Salvador Camacho Roldán; la Librería Nueva, de Manuel Pombo, hermano del poeta Rafael Pombo, y la librería de Torres Caicedo.
En el siglo XX los políticos y hombres de Estado, generalmente abogados, poseían bibliotecas personales de alguna importancia.
Fueron famosas algunas bibliotecas de la ciudad. Otras fueron un coto cerrado para sus propietarios. Y algunas de éstas se conservan transportadas como fondos a las mayores bibliotecas del país.
A partir de los años 40, cuando se construyeron grandes casas de estilo europeo, el salón de estudio, escritorio o biblioteca se convirtió en habitación importante.
Recuerdo haber estado en el estudio de la casa del ex presidente Darío Echandía, convertido en cafetería en una avenida venida a menos, ahora zona universitaria. Aún quedaban en los anaqueles de madera de la casa de estilo inglés, heredada por familiares del jurista tolimense, algunos tomos con las iniciales de su propietario en el lomo. Pero hoy vergonzosamente esos anaqueles son parte de un negocio de focopias.
Con el tiempo, la muerte de sus propietarios y la reducción de los tamaños de las viviendas, las bibliotecas personales tendieron a desaparecer.
Aunque los ejemplos son odiosos, no tendría sentido hablar del tema sin explorar las bibliotecas famosas de Bogotá en las décadas recientes.
Eduardo Santos, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez las tuvieron de gran tamaño, aunque de temas algo diferentes entre los dos primeros y éste último, desde luego.
Otras grandes bibliotecas citadas por los historiadores fueron las de Rufino José Cuervo, que pasó a la Universidad Nacional; la de Miguel Antonio Caro, la de Marco Fidel Suárez, la de Laureano García Ortiz y la de Carlos Lozano y Lozano.
En una especie de ranking –cualitativo, no cuantitativo-, siempre habrá que comenzar por la biblioteca del filósofo bogotano Nicolás Gómez Dávila y la del hacendista Alfonso Palacio Rudas, conocido con el seudónimo de “el Cofrade”.
De la de Gómez Dávila, el historiador Arnold Toynbee dijo que era la mejor biblioteca privada que había conocido en sus viajes.
Casa de Nicolás Gómez Dávila, en el barrio El Nogal, que se salvó de la demolición. Sus compañeras de las otras tres esquinas no tuvieron tanta suerte.
Esta colección que “Colacho” atesoraba en su casa de estilo Tudor de la carrera 11 con calle 77, de Bogotá (del arquitecto Pablo de la Cruz), fue a parar a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Obras desde el siglo XV, casi siempre en idioma original, centradas en las humanidades, con predominio de ediciones en latín, griego, alemán y francés.
Gómez Dávila tuvo curiosidades como las primeras ediciones de "Elegías de Varones Ilustres de Indias", de Juan de Castellanos, y "Genealogías del Nuevo Reino de Granada", de Juan Flórez de Ocáriz, y por supuesto, varios incunables.
Eran dos o tres filas de libros superpuestos, según su hija Rosa Emilia Gómez de Restrepo, quien recuerda que la biblioteca era su mundo y ahí vivía, leía, escribía y se reunía con sus amigos, hasta el punto de que cuando se enfermó y estaba a punto de morir, bajaron la cama a la biblioteca. Nos recuerda el sepelio de Saramago.
La de Palacio Rudas ocupaba gran parte de su casa del Chicó, en la esquina de la calle 93 con carrera 11 A –hoy cotizada zona de restaurantes–, que tenía un volumen de dos pisos para albergar sus libros. La casa aún existe, pese a que el terreno es bastante apropiado para construir un edificio, pero la propiedad quedó subdividida en bares, restaurantes populares y una discoteca de vallenato. Entretanto, los libros, cifrados en 41.457, con énfasis en economía y política, pasaron al Banco de la República y se albergan en la Casa Museo del pintor Ricardo Gómez Campuzano, en la calle 80 con 9a.
Estado actual de la casa de Palacio Rudas y la bóveda de la biblioteca en el segundo piso. La fachada fue burdamente alterada para instalar bares de segunda categoría
Carlos Lleras Restrepo, experto en materia de economía y aficionado a la poesía, además de estadista, tenía una riquísima colección bibliográfica, pero ésta fue pasto de las llamas el 6 de septiembre de 1952, cuando su casa fue incendiada por las fuerzas de seguridad del gobierno de entonces.
La de Lleras, en parte dedicada a la hacienda pública, no solo era rica en volúmenes, sino que se destacaba por la riqueza misma de los estantes hechos por Boris Sokoloff. Su hijo Carlos Lleras de la Fuente, testigo del crimen, dice que se arruinaron ese día 7.000 libros. De éstos, 3.000 se destruyeron cuando una bomba fue lanzada por los autores del incendio, que también robaron libros y documentos.
El gran colombiano la reconstruyó hasta donde pudo durante sus siguientes cuatro décadas de vida, llegando a los 30.000 libros, y luego de su muerte, sus familiares la vendieron a la Universidad Jorge Tadeo Lozano, que también adquirió la bella casa de la calle 70A con carrera 7a., obra del arquitecto Otto Marmorek.
La biblioteca de Carlos Lleras ocupaba el estudio de la primera planta y parte de la mansarda de su casa, incendiada en 1952 y reconstruida en poco tiempo
El librero Hans Ungar tuvo una biblioteca de renombre su casa de la 80 –dicen que tuvo 25.000 libros–, obra del arquitecto hispano-colombiano Fernando Martínez Sanabria, quien dicho sea de paso, tenía un enorme estudio tapizado de libros en el edificio en el que vivió, éste en la 7a. con 84.
Mientras tanto, los 10.000 volúmenes de Álvaro Gómez Hurtado, hoy reposan en la biblioteca de la Universidad Sergio Arboleda.
Hace pocos años el ex presidente Belisario Betancur, hombre de libros y alguna vez editor, se desprendió de 20.000 libros y los donó a la Universidad Bolivariana de Medellín.
Otras bibliotecas dignas de resaltar fueron las de Jorge Ortega Torres, Fernando Hinestrosa Forero, Bernardo Ramírez y Howard Rochester.
Juan Gustavo Cobo Borda cedió 20.000 mil títulos, con énfasis en poesía, si bien su apartamento continúa con las paredes tapizadas de libros, mientras las publicaciones se apilan en mesas y en el suelo.
Me llamó la atención una pared completa de una habitación dedicada a Borges. Solo de Borges y sobre Borges, me aclaró. Y quince tomos de obras completas de Octavio Paz.
Aunque el inventario incurra en omisiones, destaco también la de Alberto Dangond Uribe, que sale del estudio y recorre los pasillos de su casa del barrio Santa Ana.
No obstante, para los biblio-historiadores, después de la biblioteca de Gómez Dávila, la más importante que hubo en Bogotá fue la de Bernardo Mendel, vendida en los años 60 a la Universidad de Indiana, y formada por 30.000 volúmenes.
Mendel nació en Viena en 1895 y llegó en 1928 a Colombia, donde estuvo hasta 1952. Se dice que sacó sus libros del país luego de fracasar en su intención de dejarlos en Bogotá, donde tocó varias puertas sin éxito.
A quienes tuvimos una gran biblioteca familiar, todo esto nos recuerda a esos papás intelectuales que salían de la Lerner o de la Buchholz con varios libros debajo del brazo.
Y como el famoso político de la biblioteca por metros, digamos que los libros decoran. No corren buenos tiempos para el libro, amenzado por el estrecho tamaño de la vivienda y por los libros electrónicos.
Pero los e-books que bajamos de Internet en sistemas de lectura como el Kindle, no se pueden acariciar como los de papel, ni anotar con lápiz al margen, ni apilarse para deleitar la vista, ni dan calor.
Como dice la canción de Juan Luis Guerra, ni es lo mismo ni es igual.