miércoles, 11 de abril de 2012

Tribus urbanas y vandalismo




Estatua de Simón Bolívar hecha por Pietro Tenerani en Europa. La
 base fue diseñada por Fernando Martínez. Ahora en el segundo
 milenio, cambia la leyenda después de cada manifestación.


Hace pocos días el maestro Fernando Botero entregó a los habitantes de un sector popular de su ciudad una de sus esculturas monumentales de bronce. Esta vez se trató de un enorme gato, con los  bigotes correspondientes a su tamaño. No pasaron muchas horas antes de que alguien se robara uno de los pelos enormes. El pedazo del gato ya fue repuesto, pero queda aún la sensación de que los obras de arte de propiedad de la comunidad no pueden dormir tranquilas, porque ronda el peligro.

Los historiadores sitúan el surgimiento de los monumentos históricos en el Renacimiento, si bien es cierto que en el Imperio Romano y en Grecia abundaron las estatuas. En los pueblos latinoamericanos la costumbre de erigir monumentos tuvo auge tras las guerras de  independencia y también hubo exaltación de héroes en el siglo XX, tiempos de  definición de las jóvenes repúblicas.

En la época de nuestros abuelos solía guardarse gran respeto a los monumentos, tanto que en alguna época se consideraba una ofensa cruzar frente al busto de un prócer sin quitarse el sombrero. Ni qué decir de arrojar una colilla, escribir o escupir en esos monumentos. Los viejos decían que la cultura de un pueblo se medía por el respeto  los símbolos históricos.
Monumento a O'Higgins en la Avenida Chile

El cronista culto y gracioso que fue Alfredo Iriarte decía que el respeto por los monumentos mide el grado de cultura o barbarie de una civilización.  

  
Bogotá y otras ciudades colombianas y latinoamericanas siempre estuvieron dotadas de estatuas en plazas, parques y calles, en la medida de sus posibilidades económicas.


Estatua de Guillermo Marconi en la carrera
11 con calle 70, de Bogotá. Ya no existe.





Pero esa parte del amoblamiento urbano entró paulatinamente en desuso y salvo excepciones, poco importa hoy en día a las autoridades la suerte de bustos, estatuas y esculturas, muchas de la cuales han sido  profanadas, quedaron en ruinas o sencillamente se las llevaron, algunas veces con pedestal y todo.

En Bogotá se roban las placas, pintarrajean las estatuas y ensucian iglesias de cuatro siglos de historia, cuando no convierten los monumentos en orinales o basureros.

La iglesia bogotana de La Tercera, que se terminó de construir
 en 1780,  con nuevo testimonio gráfico de las cavernas.

Los estudiosos del problema afirman que se debe a la aparición de tribus urbanas y a cambios culturales. Pero lejos de ser un problema nuestro, el vandalismo contra monumentos afecta otros países, no solo del tercer mundo. El problema se ve incluso en países europeos.








Hace dos años, Atilio Caorsi, del Consejo de Monumentos Nacionales de Chile, declaraba al diario El Mercurio que este fenómeno está pasando en todos los centros urbanos del mundo. “Es difícil de revertir, nació con el destrozo del muro de Berlín y no se ha podido detener”, dijo.

Estatua de Carlos Lleras Restrepo en la avenida Jiménez. Fue
instalada hace tres años, tras un concurso, y ya sirve para expresiones anárquicas.
















Y esta falta de urbanidad tampoco es exclusiva de los países subdesarrollados.  En la ciudad española de Valencia, ante la magnitud del problema se creó el Cercle Obert de Benicalap ante la proliferación de actos vandálicos contra monumentos y bienes culturales, pese a existir normas y dependencias para evitar los ataques contra bienes protegidos.

No hace mucho en Estados Unidos, un monumento erigido en memoria de los veteranos de la primera guerra mundial fue atacado la víspera del día de la independencia.
Busto del expresidente Carlos E. Restrepo
en la carrera 13 con calle 43, de Bogotá


En el caso de nuestra ciudad, da vergüenza el ataque recurrente a lugares como la plaza de Bolívar. Y es triste ver pedestales descabezados o monumentos rayados en los barrios tradicionales.









La Rebeca, la mujer desnuda, traída de París, que se baña en una alberca y que usaban los gamines para hacer lo mismo hace tres décadas, fue restaurada hace algunos años de la barbarie. Pero una vez más, esta mujer desnuda que escandalizaba a algunos transeúntes del desparecido parque del Centenario, en sus comienzos, cambiará una vez más de entorno cuando acaben -si es que algún día acaban- las obras de Transmilenio por la 26. Por el momento está convertida en momia, es decir, forrada en lienzo.

La Rebeca, del escultor quindiano Henao Buriticá, lleva varios
años convertida en momia, esperando que termine la obra eterna.
















No vale la pena entrar a discutir el caso de la estatua construida hace algunos años por una empresa privada en el norte de Bogotá en homenaje a Américo Vespucio, atacada una y otra vez. Y las esculturas Mariposa, de Negret, ubicada en San Victorino, y Rita 5.40, de Grau, instalada hace más de diez años en el parque Nacional, son testigos de los bajos institntos de ciertos capitalinos.


Estatua de José M. Carbonell, del escultor
Bernardo Vieco, en la calle 63 con carrera 8a.
El problema es de ignorancia pero también de falta de autoridad, porque los agresores del aerosol que se ceban en el Bolívar de Tenerani, en las paredes de los templos de San Francisco y La Veracruz,  o en la estatua de Carlos Lleras Restrepo instalada recientemente en la avenida Jiménez, lo hacen frente a sedes oficiales y en áreas vigiladas. Y se amparan en la inutilidad de quienes están obligados a defender el patrimonio de los ciudadanos.